Aún recuerdo la vergüenza que sentí. Joan Gaspart saltó de su asiento para gritar aquel gol. La espalda arqueada, los puños en alto, las venas hinchadas en su garganta y los ojos fuertemente cerrados. Parecía que se hubiese ganado la máxima competición balompédica del universo. La realidad era bien distinta.
17 de mayo de 2001. Se enfrentaban el Barcelona y el Valencia. Los che eran cuartos en la tabla, con tres puntos de ventaja sobre los de la Ciudad Condal. El partido, por tanto, era casi una final. En juego, la última plaza que daba acceso a la Champions League del siguiente curso. Real Madrid, Deportivo de la Coruña y Mallorca ya habían asegurado su billete. El año anterior, el Barça había quedado subcampeón, y en las temporadas 97-98 y 98-99 (coincidiendo con el centenario), primeros. Sin embargo, la crisis institucional tras la guerra Núñez – Cruyff, que acabó fulminando primero al neerlandés y asfixiando luego al entonces presidente, hacía de Can Barça un lugar inhóspito. Se ganaba, pero no existía alegría. Nadie era consciente de que vendrían tiempos mucho peores.
Tras la salida de Núñez, Gaspart es elegido presidente. Ese verano, Luis Figo, ídolo blaugrana y una de las grandes estrellas mundiales, firmaba por el Real Madrid. Con el dinero del luso llegarían Overmars, Petit, Gerard y Alfonso, quienes resultaron ser un parche insuficiente en una embarcación con un boquete enorme y que hacía aguas por todas partes. La Liga había sido un desastre. Rivaldo, FIFA World Player y Balón de Oro en 1999 parecía el único salvavidas al que poder agarrarse. Y cumplió, como llevaba haciendo desde su aterrizaje allá por 1997. El último día de competición, un hat trick histórico permitía a los azulgranas superar en la clasificación a los valencianistas. Su espectacular chilena en el último minuto, cargada de épica, desató el júbilo entre los más de 90.000 aficionados presentes. Fue Pelé en Evasión o Victoria. Había conseguido evitar que los suyos acabasen disputando la Copa de la UEFA, lo que hubiera sido una catástrofe mayúscula. La alegría y el bochorno. Celebrar un cuarto puesto como si el fútbol terminase ahí. Así de abajo estaba el Barça. Una tirita en una herida que precisaba de sutura. Si bien provocó la infame escenificación de Joan Gaspart, Rivaldo sí que evitó el sonrojo universal.
Cuatro meses más tarde, Rivaldo debutaba en la temporada 2001-02, en casa, en un duelo ante el Lyon. Abucheos cada vez que entraba en contacto con el esférico. Silbidos en el graderío. Tras cuatro años de absoluta brillantez, el salvador del esperpento era el centro de todas las críticas. Suele decirse que el público es soberano. En ocasiones es soberanamente ingrato.
En los dos primeros cursos vistiendo la elástica blaugrana, Rivaldo había conducido a los suyos a dos ligas consecutivas tras tres años de sequía. Y entretanto, los últimos galardones individuales de la década de los noventa fueron a parar a sus brazos. El mundo del fútbol no conocía a nadie con ese nivel justo en ese preciso momento. Goles y más goles. Jugadas para el recuerdo. Y 140 partidos a sus espaldas desde que llegase procedente del Deportivo de La Coruña, habiéndose perdido tan solo veintidós duelos en los que, curiosamente, el Barcelona solo ganó ocho. Nadie podía poner en tela de juicio su influencia directa en el juego. Tampoco su capacidad para elevar el listón cuando la situación se tornaba hostil. Prueba de ello fueron los tripletes en Milan (primer jugador que anotaba tres tantos a los rossoneros como locales en cualquier competición europea) o en Madrid (este no consumado debido a la señalización de un inexistente fuera de juego, y que le habría hecho ingresar en los libros de historia como el primer culé en culminar tal gesta en Chamartín).
¿Cuál era entonces el problema con Rivo?
Apenas iniciado el campeonato, Rivaldo se dañaba los ligamentos en un Brasil – Argentina. A su regreso a España, los médicos le plantearon pasar por el quirófano. Incluso Charly Rexach, entonces entrenador azulgrana, había asumido en público que no iba a contar con su máxima estrella durante, al menos, dos meses. Sin embargo, el carioca tomaría otra decisión. Volaría de regreso a Río de Janeiro para hacer rehabilitación. Dos semanas más tarde, estaba de nuevo en la Catalunya. Aunque, por falta de entrenamiento con los suyos (y posiblemente por precaución), no sería convocado por el técnico para el encuentro que enfrentaba al Barça con la Real Sociedad. La selección brasileña estaba inmersa en la fase de clasificación para el Mundial de 2002, y la cita contra Chile le haría perderse otros dos partidos con su club. El segundo de ellos, ante el Deportivo de la Coruña, se celebró pocos días antes del enfrentamiento ante el Lyon y significó la primera derrota de la temporada 2001-02 para el Barça.
¿El crimen de Rivaldo fue lesionarse? Llegó de Brasil tras recuperarse en tiempo récord, para ser descartado ante la Real Sociedad. Él había cumplido. Que coincidieran partidos internacionales tampoco era culpa suya. ¿O acaso diseñaba él el calendario? Luiz Felipe Scolari, míster de la canarinha, y Rexach se lanzarían dardos envenenados y él se mantuvo al margen, evitando tomar partido por uno u otro. Rivaldo no había hecho nada malo.
Resulta que no era la primera vez que Rivaldo se veía metido en un embrollo similar sin comérselo, ni bebérselo. Sus ex, en este caso presidente y agente, lo usaban como cabeza de turco en sus discusiones. Núñez fue capaz de atacar a su propio jugador solo para debilitar a Minguella. Con el abandono de Luis Figo, Rivaldo había sido acusado de aprovechar la tesitura para pedir una revisión de su contrato. Núñez en los meses previos se había negado a sentarse con el brasileño y su representante. En una ciudad en la que dos diarios deportivos tienen tanto peso, el carácter tranquilo de Rivaldo, quien jamás pidió favores a los medios, resultaba contrario a sus intereses. Precisamente no pedir nada sería interpretado como rechazo, lo cual le haría ganarse no pocos enemigos. De este modo, cuando en verano se vio inmerso en la negociación, los medios señalaron al jugador, tildándolo de avaro y de demostrar poco amor al club que le pagaba.
Siendo joven, Rivaldo convivió con la pobreza antes de ser en quien llegó a convertirse. De niño caminaba casi veinticinco kilómetros cada día para ir a entrenar. Una cicatriz en su pie derecho como recordatorio del trayecto. Un día, haciendo el camino, una pared cedió, cayéndole justo ahí. Pero ya era adulto. Una estrella que había demostrado su valía. Así que, en ese momento, siendo, si no el mejor, uno de los mejores, era lícito que pidiese que le pagasen como tal. O como el mejor jugador, de largo, del equipo. ¿Acaso sus compañeros no reclamaban para ellos lo que consideraban justo?
Rivaldo era tan talentoso en el verde como inexpresivo fuera. Carecía del carisma de Ronaldo Nazario, compatriota predecesor en el Camp Nou y con el que lo comparaban continuamente, pese a ser diferentes. Rivaldo no calzaba Nike, sino Mizuno, y no sonreía a las cámaras una y otra vez. Rivaldo simplemente jugaba. Y se comportaba como un profesional. Era justo lo que había que valorar. Por ello, sus compañeros de vestuario se mostrarían indignados por los abucheos, mientras su entrenador hablaría de él como el “jugador más decisivo del mundo”.
En su segundo partido de nuestro protagonista como local ese curso, podía leerse una pancarta en la grada: “Rivaldo, eres Dios. Perdona a quienes te silban”. Era sábado, 27 de octubre. Los blaugrana vencían al Betis por un claro 3-0. Rivaldo anotaba dos goles. Y el gesto de su cara era el mismo de siempre.
Tenerife. Estudié sociología aunque siempre he estado vinculado al mundo de la comunicación, sobre todo haciendo radio. Deporte en general y baloncesto más a fondo.
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