El fútbol es un reflejo de la vida misma. Araujo se equivocó, por instinto, como lo hemos hecho todos alguna vez. La cagas y no hay manera de remediarlo. Solo queda perdonarse a uno mismo, con una compasión propia sin la que no podríamos existir. Ya se sabe; mejor un gol en contra que jugar 60 minutos con uno menos y que el daño colateral sacrifique a una de las piezas más desequilibrantes del tapete. La teoría nos la sabemos todos, en la práctica la cosa cambia. De esa expulsión nació otro contexto, muy distinto al que Xavi tenía apuntado en su libreta. La ventaja del Barça se volvió casi transparente, porque un acto de fe no sería suficiente.
No hay más explicación que esa. Por mucho que pongamos la imaginación en otra cosa que no fue y escudriñemos en el cajón donde conviven las injusticias, las excusas y la contrafactualidad en un mismo caos de calcetines desparejados. Al Barça le salió todo cruz. Expulsión del central, de su técnico y del entrenador de porteros. Hat-trick. Xavi perdió los papeles de su cuaderno y no volvió a encontrarlos. Nadie sabe dónde están. El outfit intimidador de Koundé se quedó en la percha del armario de París. Las atajadas de ter Stegen fueron en vano. Le echaron agua a la chispa de Raphinha, que no quería bajar los brazos de ninguna de las maneras. Los niños experimentaron la angustia del primer desamor. Hasta la sensatez de Gündogan se estrelló al palo. La sentencia de los once metros permitió que se pavoneara hasta el que no había lucido. El nivel de Vitinha y Barcola deslumbraron. El ex volviendo a marcar. Y el otro ex, líder del conjunto parisino, festejando una alegría que es tu propio dolor. El corazón en pedazos.
No hay tiritas para tantas heridas; aunque esta derrota no tenga que ver con la lista de disgustos acumulados. La vida trae hostias y a veces te preguntas cuántas más vas a recibir, por si debes ir poniendo la mejilla y no te pille desprevenido; que duele más. Al Barça le cogió distraído el bofetón, porque estaba haciendo las cosas bien. Había vuelto a competir, había ayudado a dar a luz a una camada de cachorros con muchas ganas de jugar, había vuelto a servir una bandeja de esperanza. La afición se la había merendado antes de ir al estadio y no se esperaba tal indigestión.
En la tarde de ayer, el metro de Barcelona y sus calles estaban teñidas de camisetas blaugranas. Las miradas que cruzabas tenían el iris con el color de la ilusión y los nervios. La indiferencia no existía. Por fin se había marchado. Quizá volver a experimentar esa sensación, la de las mariposas en el estómago antes de que suene el himno, deba ser el mejor resumen de esta eliminatoria. Cuando sentimos, aunque sea para acabar jodidos, estamos vivos.