Lo que ves hoy, de tan avanzado parece una novedad. Pero nada más lejos de la realidad. En aquella época, cuando yo aún no peinaba canas, los equipos ya estaban compuestos por superhombres, no creas. A parte de dominar el balón, quien más quien menos corría como un guepardo y atesoraba la resistencia del grafeno. Además, la inteligencia táctica de los entrenadores, que más que esto parecían eruditos científicos, no dejaba prácticamente espacio a la imaginación de los futbolistas más creativos, que se veían asediados por once fieras en ayuno. Simeone, Emery, Mourinho… ¡Eran bárbaros, sus equipos conquistaban competiciones por aplastamiento! La mayoría de los partidos, la balanza se equilibraba independientemente de la calidad de los contendientes. Hasta los buenos, los Sócrates, los Butragueños de otros tiempos, ¡parecían incansables!
Vaya, que para entonces estaba todo inventado, se había evolucionado de manera radical y parecían haberse alcanzado los límites que permanecen actualmente. A causa de todo ello, y como ahora vemos en su máximo grado, eran cada vez menos los equipos que pretendían poner freno a la mecanización dominando el balón desde el pié del portero hasta el marco rival. Hablo de ese pánico a perderla en los propios dominios, cuyo resultado sería dramático. Se jugaba una desventaja que el contrario defendería con un muro de contención frente a su área.
Por entonces, uno de los conjuntos que insistían en dar vida a la fluidez era el Barça. Realmente, el club catalán fue de los pocos que empezó a serlo varios años antes de aquello, cuando el famoso Johan Cruyff aterrizó en Barcelona. El Flaco, le llamaban; si como jugador fue grande, como entrenador su amplitud no tiene calificativo.
Después del «sextete», de Guardiola y todo lo conseguido, a los azulgranas los tenían calados. Todos sabían de su insistencia en jugar innegociablemente desde la base y querían aprovechar los riesgos que esto supone. Y sin las lecciones de Pep la empresa era más complicada de realizar. Luís Enrique y Valverde tuvieron que ingeniárselas de todas las maneras posibles para no perder la esencia que había llevado al éxito.
Ahora le presionaban arriba, empleándose a fondo. Érase un defensa barcelonista a un atacante rival pegado. Los delanteros oponentes parecían defender mejor que sus compañeros de retaguardia, y el equipo barcelonista se las veía y se las deseaba en más de una ocasión para conseguir superar la primera línea de fuego.
Pero ahí estaba Sergio Busquets para convertir la marea en calma. El único futbolista que no tenía recambio en la banqueta porque ningún entrenador podía permitirse darle descanso. Si a Messi le poníamos una vela para que no se lesionase, por el «4» rezábamos diez Avemarías, ¡y eso que ya creíamos más en los platillos volantes que en Dios!
Él era la solución. En defensa, Busquets a menudo actuaba a campo abierto y con la sola compañía de su sombra. Pues así, consigo mismo, se valía para cortar mil y un contraataques rivales. En la gestación de la jugada el oponente asfixiaba, y lo veías acudir a la zona roja, que ardía, como si con él no fuera la historia, a trote, siempre con la cabeza levantada.
Busquets la pedía allí, a escasos metros del arquero, entre Piqué y Mascherano o cerca de sus costados, siempre rodeado de camisetas de distinto color a la que él vestía, y a cuyos modelos parecía no ver. O trataba como maniquíes.
Entonces la recibía, frontalmente al arco dada la inercia, y con el primer toque de balón ya había quebrado la cintura de, cuando menos, dos contrarios que le saltaban por la espalda. Nadie sabe cómo conseguía orientar el control al lugar correcto, porque nadie tiene su visión. ¿O será que no le hacía falta mirar, si no que sencillamente percibía los cuerpos en torno a sí? Sea como fuere, lo único cierto es que ya había ganado 90 grados de ángulo hacia su objetivo.
Pero ahí venía un tercero como una centella, y los anteriores, como superhombres que eran, se habían reincorporado ágilmente para volver a caerle encima. La pérdida del esférico era inevitable, pensábamos detrás del televisor. Por más veces que lo hubiese hecho, por más que mentalmente estuviésemos preparados para hacer de esa situación extrema algo cotidiano, nuestro corazón jamás lo asimilaba. ¡Se nos salía por la boca semana tras semana!
Un jugador delante, dos detrás y el resto congelados, ahí lo habíamos dejado. Y aquel genio miraba al oponente, fintaba deliciosamente una figura que rozaba el metro noventa, mandando con ello al último jugador y tres cuartos de otro a comprar pan, escondía la redonda bajo su espiga al tiempo que con los tacos de cualquier bota la arrastraba tras de sí, volviendo sobre sus pasos iniciales para con un preciso toque final, desparramar al último de los oponentes.
Dos o tres segundos y varias acciones técnicas sublimes después, había ganado los 180 grados necesarios para, liberado, situarse mirando a la otra mitad de campo, varios de sus compañeros habían quedado sin marcador, y su primer pase lanzaba el ataque que Iniesta, Messi o quien por allí andase, se encargaría de hacer efectivo metros más arriba.
Ese era Busquets, el mejor medio centro que ha pisado un terreno de juego. Una maravilla.
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