Ya lo decía Alexia Putellas: “No es bueno que olvidemos lo de Turín. La derrota te ayuda mucho”. Nunca hay que ignorarla, porque en ella se halla la motivación de superarse y el aprendizaje inapelable para crecer como futbolista. Si la primera Champions League significó abrir la puerta de un reinado desconocido, esta segunda supone volver a tomar las llaves para regresar a un lugar paradisíaco tras transitar el proceso que provoca perder. Un viaje entre los paisajes de la frustración y la introspección. En qué has fallado, cómo puedes fortalecer tus debilidades.
Ser privadas de la victoria también sirvió para poner en contexto la realidad de este equipo que, arrollador y contundente en la competición doméstica, ha ocasionado, sin quererlo, una idea de facilidad absolutamente ficticia. No hay que restar ni un ápice de su esfuerzo y su constancia. Algo que hoy les lleva a ser, de nuevo, las mejores de Europa.
El guion de esta final relata la lección. A las blaugranas no les ha temblado la voz ni las piernas con el marcador en contra. Tenía mucho que decir. Una reacción cultivada con convicción y corazón. En Eindhoven, le ha cerrado todos los accesos a los fantasmas.
Es una evidencia que el FC Barcelona ha marcado un antes y un después en el panorama del fútbol femenino español. Lo puso en la cima del mapa internacional y ha vuelto a hacerlo. El logro de este equipo es consecuencia de una apuesta real y, a la misma vez, un preciado legado que le muestra el camino a aquellos que quieran mirarse en su espejo. No había nada fácil ni escrito. Abrir puertas, derribar muros, romper el techo. Saborear, merecidamente, la gloria.
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