‘No tengo nada que entregar salvo sangre, sudor y lágrimas’ decía Winston Churchill. Un discurso también aplicable a un tipo de delanteros muy especial. Arietes que no pueden prometer una cifra de goles, pero que se entregan al máximo en cada partido. No salen en ningún equipo de la semana, ni reciben halagos del gran público.
Anoche, en el Estadio de Ipurúa custodiado por los bloques de edificios tan característicos que ya forman parte del paisaje de La Liga, Kike García realizó una maniobra extraordinaria. Rebelándose contra el fútbol de alta costura del Madrid, el atacante del conjunto armero recibió un balón en la cornisa del área, giró sobre sí mismo y lanzó un misil directo a la escuadra de Courtois para reducir distancias en el marcador. Un golazo que seguramente pasará de puntillas por los programas de análisis de la jornada.
En un fútbol en el que elevamos a los altares a futbolistas por dejarnos gestos de genialidad con cuentagotas, parece que no queda espacio para los obreros del área. En un fútbol con megaestrellas que arrastran millones de seguidores en redes sociales con mensajes vacíos, arrinconamos a los jornaleros del gol. La vida del delantero de equipo modesto es un manual de supervivencia extrema. Generalmente, el balón le llega más por el aire que a ras de césped. Ahí, en esos duelos aéreos en desventaja frente a centrales que atacan ese balón de cara, lo normal es salir magullado. Arriesgar el físico para arañar un saque de banda a favor o peinar un balón que probablemente no acabe conectando con algún compañero. Pero eso no supone ningún problema para ellos. Los delanteros del pueblo no se plantean dejar de pelear una jugada. Primero trabajan y después preguntan.
Tengo esa sensación con Kike García del Éibar, pero también con Joselu del Alavés, Enric Gallego de Osasuna y últimamente, a pesar de jugar en un equipo con pedigrí como Athletic Club, con Asier Villalibre. Jugadores que se alejan de cualquier artificio mediático que pudiera distraerles del objetivo principal: ayudar al equipo en lo que sea necesario.
Futbolistas que meterían la cabeza en un ventilador si eso ayudara al equipo a tener una oportunidad más de gol. 90 minutos de fútbol directo, de constantes disputas físicas, de presionar, de recibir patadas en los tobillos y de jugar de espaldas a la espera de una o dos ocasiones, en el mejor de los casos, para sumar algún gol.
El pasado viernes, en el Nuevo San Mamés, un centro sobrevoló el área de la SD Huesca. Siovas tenía la posición ganada y parecía que iba a despejar ese balón sin mayor dificultad. Entonces apareció Villalibre de la nada, con un salto imposible en busca de esa única ocasión en todo el partido. El búfalo de Guernika acabó rematando la cabeza de un Siovas incrédulo. Un golpe que le dejó el pómulo maltrecho. Un poco de agua y a seguir. Nada de lamentos.
Nos sentimos cercanos a ese tipo de futbolistas de a pie. Nos gusta pensar que podríamos llamarles para hacer una mudanza y que nos ayudarían a subir la nevera a un cuarto piso sin ascensor. Sonrío cuando uno de esos currantes marca gol. Me alegro cuando las cámaras se fijan en los héroes que viven en la sombra: los delanteros del pueblo.
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