San Mamés se convirtió anoche en el infierno más inesperado. Lo que ocurrió fue doloroso para cualquier corazón rojiblanco. Tres goles, una expulsión, y ese silencio sordo que a veces parece gritar más que cualquier rugido. Pero esto no ha terminado. Ni mucho menos.
El pasado no es más que eso, pasado. Y a esta manada de leones le toca ahora lamerse las heridas, curarse con orgullo y prepararse para volver a rugir. El golpe fue duro, sí. Pero no definitivo. En Bilbao ya había gente con vuelos comprados antes de saber quién sería el rival. Porque se sueña antes de que empiece la historia. Porque se cree incluso cuando nadie más lo hace. Tal y como ocurrió en la Copa. La Gabarra esperaba. No como un trofeo, sino como un símbolo. Como un patrimonio de la emoción colectiva.
El Athletic Club es un club que ha sido capaz de usar a su favor una filosofía única. Ha transformado una patente que puede resultar limitante a la hora de fichar, en un impulso para soñar. Lo ha convertido en un nexo de unión entre equipo y afición, en una herramienta con una garantía a la altura de cualquier acción ofensiva idílica. Es un plus en la mejora de su rendimiento, algo intangible y especial. Un sentimiento de pertenencia a unos valores.
Los de Ernesto Valverde son un equipo sacrificado, generoso en esfuerzo. Hay días de todos los colores. Pero presionan como furias hasta hacerse con el balón. Construyen, combinan, se asocian. Y atacan en manada disputando cada balón con la fuerza de cada alma que les empuja en representación de su escudo. También repliegan y convierten su valentía y convicción en eficacia en interceptar balones.
Y es que el Athletic no juega solo con el balón. Juega con la memoria de generaciones y con la fidelidad de una afición que no abandona. Saben que en el fútbol hay algo más poderoso que el marcador o la estadística.
Ahora toca la vuelta en Old Trafford. Pero cuidado. No hay escenario más peligroso que aquel en el que el Athletic llega herido. Porque cuando los rojiblancos sueñan y rugen, son capaces de todo.
