En abril de 2001, Pep Guardiola ponía fin a una carrera de 11 años ininterrumpidos como jugador del Barcelona, 17 desde que se uniera al club en las categorías inferiores. La noticia de que se marchaba al Brescia italiano cogía al equipo catalán de sorpresa y requebrajaba aún más a una institución que vivía unos años atroces tanto en la parcela deportiva como en la económica. Competir con el Real Madrid de los galácticos había sumido en la depresión a un club que, por entonces, convertía en fracaso todo lo que tocaba. Para paliar esas necesidades deportivas, en Barcelona trataron de contratar a numerosos jugadores en ciernes de talento cuyo techo estaba aún por descubrir. Fabio Rochemback (19 años) fue el encargado de cubrir la baja en la medular del hoy entrenador del Manchester City. Fue petición expresa del nuevo técnico, Charly Rexach, que en su etapa como secretario técnico había apuntado en rojo su nombre poco después de firmar en una servilleta el contrato de un crío argentino de nombre Lionel.
En una época en la que no existía prácticamente el fútbol parabólico, en el que el acceso a internet era limitado y que de ligas que no fueran la nuestra podíamos saber entre poco y nada, Fabio Rochemback se erigía como la última gran perla del fútbol sudamericano. Los cuatro gatos que tenían la suerte de haberle visto jugar (o eso decían) hablaban maravillas sobre su calidad con el balón, su derroche físico y su manejo a la hora de distribuir casi privilegiado. Había sido el líder absoluto de Brasil en el Sudamericano Sub20 unos meses antes, que se alzó con el título sin ningún rival sobre el campo. Avalado por Rivaldo, que le auguró una rápida adaptación y con la carta bajo el brazo de haber debutado ya con la Selección Absoluta de Brasil, Fabio Rochemback aterrizó en Can Barça previo pago de 15 millones de euros al Internacional de Portoalegre. Nada podía salir mal.
Como el eterno heredero de una posición matriz en la filosofía blaugrana, las miradas se centraron rápidamente en la figura de un jugador que había sido descubierto por el mismo hombre que había puesto sus ojos en Messi y por el que hoy no dudaríamos si nos hablase de cierta perla al otro lado del charco. Para el vulgo, que no tenía muchos medios para conocer de primera mano la calidad de cada jugador (entonces los highlights de Youtube eran una utopía), solo existía una fuente de máxima fiabilidad: los videojuegos de fútbol. Y ciertamente, en ellos, Rochemback era una mezcla entre Zidane y Maradona. Su gráfico de habilidades le dibujaba como uno de los mejores jugadores de la animación, lo que a la postre sirvió de mofas entre juveniles cuando se conoció la calidad real del brasileño.
Con el propio Zidane fue comparado sin cesar desde que se cerró su fichaje hasta que se pudo vestir de corto. El francés, entonces, acababa de ganar el Balón de Plata al segundo mejor jugador del mundo y su posición en el campo y las expectativas que se tenían sobre el brasileño, unida a la rivalidad histórica entre los dos clubes, hacían imposible no dejar de buscar las similitudes entre ambos. Más incluso por deseo que por realidad. Los periódicos y los expertos escribían y se hablaba de él como el Nuevo Dunga, una reencarnación de Schuster y Guardiola, un Neeskens más moderno o el sucesor de Falcao. Casi nada.
Pero la perspectiva sobre Rochemback cambió en cuanto se le vio zarandear sus primeros pases, que no pasos, sobre el campo. Fabio no era un virtuoso del balón, su juego era más de físico que de toque y había ido a recalar en una posición que para el barcelonismo es sagrada y para la que se necesitan ciertos recursos que él no poseía. A la gente le habían vendido algo que no era. Y la situación se vio rápidamente en su contra, más aun cuando el coste de oportunidad de su contratación había sido la huida de Mikel Arteta, un chico de la casa, entrenado en La Masía que había ido a hacer un año erasmus cedido al PSG francés.
Las señas de identidad de Rochemback eran la intensidad, la resistencia, el compromiso innegociable que tan válido es en casi todos los sitios del mundo, pero que no basta para ser el ‘5’ del Camp Nou. El brasileño poseía un disparo poderosísimo desde fuera del área que hacía temblar a los porteros rivales, pero muy pocas veces pudo hacer gala de ello de blaugrana (aunque sí en todos sus equipos). La facilidad para perder los estribos le condicionaba y se ganó rápido una fama de jugador duro y marrullero, con entradas a destiempo, peligrosas. Algo que extrapoló también a los entrenos, donde no hacía amigos. Tuvo sus más y sus menos con Luis Enrique y a Kluivert y Saviola los mandó a la enfermería en una sesión ligera justo antes de un clásico. Rochemback vio más amarillas que pases de gol dio.
Y el brasileño no era nada malo. No todo el mundo logra llegar a las siete internacionalidades absolutas con Brasil. Menos incluso en una plantilla que ganó el Mundial en 2002 con tipos de la calidad de Ronaldo, Rivaldo o Ronaldinho. Fabio disfrutó de varias convocatorias clasificatorias para la cita mundialista, aunque sus minutos los repartió en la Copa América de 2001, donde Brasil hizo el ridículo cayendo en Cuartos ante Honduras, y en la Copa Confederaciones del mismo año, en la que la canarinha tropezó con la Francia campeona. Simplemente, Rochemback no era lo que se había anunciado a bombo y platillo, no tenía la calidad que se le presuponía, esa que se habían inventado y tomado la licencia de atribuirle quienes le conocían de oídas y buscaron ganar el reconocimiento popular al considerarse sabedores de lo éxotico. Y no casaba con el estilo barcelonista. Como cuando Rafa Benítez afirmó haber pedido un sofá y haber recibido una lámpara.
Tras dos temporadas en el Barcelona, en las que disputó 67 encuentros, marcó tres goles, repartió dos asistencias y vio 12 tarjetas (11 amarillas y una roja), Rochemback se marchó cedido al Sporting Portugal durante dos temporadas. Allí, sin la presión, la exigencia y la autoimposición de convertirse en quien no era, el brasileño jugó su mejor fútbol. Solo tenía 21 años cuando salió, por lo que en mente de todos estaba su vuelta tras un par de años de fogueo. No fue así y el Barcelona acabó vendiéndole por 1’5 millones al Middlesbrough, 10 veces menos de lo que le había costado, pese a la insistencia del club portugués por retenerle a préstamo.
En el boro tenían aún en la retina el buen hacer de Juninho Paulista y el volver a tener un brasileño de cartel en la plantilla le trajo al equipo sensaciones positivas. Y no se equivocaron, pues el centrocampista encontró en el fútbol inglés el entorno propicio para dar rienda suelta a su juego desenfrenado de ida y vuelta. Rápido le otorgaron el dorsal número 10 y con él disputó la Final de la Copa de la Uefa de 2006 ante el Sevilla, donde el club español se impuso con rotundidad.
Tres años más tarde regresó al Sporting y uno después se despidió del fútbol europeo. Volvió a Brasil y traicionó a su equipo de la infancia, el Inter de Portoalegre, por el Gremio, el eterno rival. Cuando llegó a la treintena, probó suerte en el fútbol chino, logrando un jugoso último gran contrato. Rochemback colgó las botas relativamente joven, a punto de cumplir los 32 años y tras truncarse su fichaje por Fluminense. Ahora, a los 35, sigue jugando al fútbol en ligas amateur, se dedica a la crianza de caballos, que admite ser su pasión, y ha tenido más de un encuentro con la justicia por participar en peleas ilegales de gallos. Afirma no echar de menos el fútbol, ni siente que el Barcelona sea su espina clavada. Fabio llegó a Barcelona sin haber visto un solo partido del equipo, sin saber cómo jugaban ni qué estilo de jugador era Guardiola, ese a quien iba a reemplazar y, en teoría, a dejar como una minucia bien vista su calidad. Rochemback fue Rochemback, aquel jugador que nos pintaron como la panacea, que en los videojuegos era imposible de parar y que supuso un punto de inflexión en la filosofía de un Barcelona que en poco tiempo, y con su estilo, se convirtió en un club ganador.
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