¡Casi! ¡Por qué poco! ¡La tuvo! Son aquellos gritos de siempre de las gradas, blasfemias aparte. De lamento. Cuando el éxtasis elevaba tu cuerpo del asiento y pedías disculpas al señor de atrás al que tus brincos habían importunado su sosiego. Un clamor que echas de menos cada fin de semana. Son los que retumban en el pequeño espacio de aquel bar al que si no vas pronto no coges sitio; porque los días de partido no cabe ni un alfiler y alcanzar la mesa más cercana a la pantalla es una utopía. Los bramidos que, junto al sonido de la freidora y de las chapas de cerveza, componen una de las piezas más conocidas del escenario balompédico. Las voces de los habitantes del sofá de tu casa, en el que donde caben dos caben tres. La jugada da la oportunidad, pero la pelotita no te concede el grito final. El caprichoso gol.
La vida también está llena de ellos. Cuando ves pasar el bus mientras te pegas un sprint sin beneficio, cuando rozas el aprobado, cuando las prisas se apoderan de ti, el semáforo se pone en ámbar y tú decides hacer lo correcto. ¡Casi! La primera parte del Barça en París estuvo llena de ello. De juego seductor y de oportunidades fallidas. De una convicción que, días atrás, parecía intangible.Como si el complejo de Aquiles estuviera dormido y pudiera mirar a Europa, de nuevo, a los ojos. Sin pestañear, sin dudas. Viviendo en campo rival, con el factor emocional, que prima en este tipo de encuentros, al máximo nivel. En una implicación evidente por parte de los de Koeman, destacando los roles de Pedri y de Jong, el sacrificio de Griezmann, con un examen que dejó en muy buen lugar a Sergiño Dest y con Dembélé, que más allá del infortunio de cara a puerta fue la clara referencia del peligro. Messi, capitán, constató la creencia con un gol de los que dejan mudo en vez de poner las gargantas al volumen máximo. De rabia, de jerarquía, de reivindicación. Un golazo que van tan deprisa que los adjetivos no tienen tiempo de agarrarse al balón para hacer poesía a tal obra de arte.
Los 11 metros suelen crear dudas. Una distancia que, sin ser excesivamente extensa, parece un abismo. Se hace de un silencio que corta como una cuchilla, mientras él, plantado frente al balón, decide por dónde tirarla. El Barça pudo, con esa oportunidad de oro, marcharse al descanso con dos goles en un marcador que necesitaba, desesperadamente, reducir diferencias. Decir que ese fue el punto de no retorno es aventurado. Quizá ahí existió la posibilidad de remontar, quizá no. La única conclusión clara es que esta vez el regreso a casa sin un nuevo billete europeo sabe más de tristeza que de dolor. De ese casi que te deja la miel en los labios y te invade de orgullo. Tal vez ha llegado un punto de inflexión, mediante una noche llena de fútbol y vacía de reproches, para que al Barça se le perdone más y se le regañe menos. Para que se empiece a creer en él. Para que el trabajo de Koeman, y la dificultad de llevarlo a cabo, empiece a ser más reconocida. Para que la confianza resalte en esos jugadores que quieren construir el futuro.
La Champions se ha quedado huérfana de las dos figuras habituales en unos cuartos, dieciséis años después. Algo que nos explica que han nacido nuevos tiempos. También para el Barça, que se ha quedado fuera en unos octavos de final tras catorce años. ¿Sabes aquello del semáforo en ámbar? El Barça está esperando para poner la primera. Y lleva el coche lleno. El jugador número 12, tan simbólico como determinante, va montado en él. Afición y equipo cayeron juntos. Ese binomio indiscutible. La razón y sentido del balompié, que no se entiende sin su crítica y, sobre todo, sin su apoyo. Después de caer, solo hay una salida: levantarse y volver a creer. El fútbol trata de eso y eso no cambia nunca.