Érase una vez un futbolista a la determinación pegado. Un futbolista que parece mejor de lo que es cuanto más grande es el escenario, más titánico el reto, más grandes las necesidades colectivas o mayores las dificultades por las que esté atravesando su propio equipo en un momento dado del partido. Un futbolista que devora metros y compensa desventajas espaciales y numéricas desde el bloque bajo con el que su equipo busca sobrevivir o cubrirse las espaldas como si no se interpusieran entre él y la portería cuarenta o cincuenta metros, como si no hubiese que trasladar el balón hasta aquella zona sorteando o esquivando rivales por el camino, como si estuviese programado en un laboratorio para ello, como si de un robot de última generación o de un coche teledirigido supersónico se tratase, como si las probabilidades de éxito de esa misión tantas veces repetidas no fuesen realmente ínfimas, como lo serían para cualquier otro. Y en realidad no lo son para él y para esa determinación suya adosada a su cuerpo como una segunda piel, cosida a su personalidad, esencia de su esencia, adherida a su ser. Érase una vez un futbolista llamado Federico Chiesa.
Valga como disclaimer a estas loas el hecho de que no soy un gran fan del juego de Chiesa y de que he tratado de mantener mi coherencia a pesar de la evidencia. Siempre he pensado que necesita un escenario que prácticamente obliga a su equipo a ceder de partida el dominio territorial, a hacer partir cada ataque desde demasiado lejos del arco rival y a desarrollar una fase ofensiva de una tendencia individual muchas veces excesiva, en mi opinión. Un futbolista que no se hace casi preguntas, con algunos límites técnicos y con una respuesta casi siempre muy similar y a la que no le importa demasiado si lo que sucede a su alrededor le permite ser o no ser efectiva. Sin embargo, es un barco en el que cada vez estoy más solo, puede que ya hundido en el fondo del mar sin haberme dado cuenta y de manera merecida, porque hasta el más necio o ignorante —aquí presente— no puede negar que la capacidad para aparecer, para asumir responsabilidades, para devorar el campo a base de personalidad, para impactar a través de cualquiera de los tres carriles y para decidir en última instancia que tiene el hijo de Enrico en partidos grandes y/o importantes está a la altura de muy poquitos jugadores en el mundo y de casi ningún otro ahora mismo entre los de nacionalidad italiana.
Italia estuvo muy condicionada ante España en las semifinales de la Nations League por la expulsión de Bonucci minutos antes del descanso, pero todo lo que pudo transformar en una amenaza desde entonces nació de las conducciones de Chiesa desde su propia frontal, de la eliminación de rivales en formato individual, de su hercúlea autosuficiencia, de su fortaleza tras choque que muchas veces parece alimentarle en lugar de trastabillarle, de su contundencia en absoluto contemplativa en cuanto tiene la oportunidad de definir y de su capacidad para crecerse cuando las fuerzas colectivas merman. Pura intensidad. Un electroshock.
Y todo ello encontró un caldo de cultivo propicio en el bloque alto español y en su falta de velocidad para corregir la elevada altura que asumía a la hora de ejecutar la transición defensiva. Seguramente, dos de las características que el bueno de Federico, vertical como una larga espada, mejor sabe explotar, tanto que es capaz de generar una mina a cielo abierto a base de repetitivos carrerones hacia una nada aparente que él logra convertir en oro molido dadas las desfavorables circunstancias de partida. Sin esperar a nadie, sin mirar atrás, sin detenerse para tomar aliento. Ad astra per aspera como definición futbolística, como sello, como seña de identidad, como eslogan. Imponente desde lo físico y desde la fe que se tiene y que transmite desde su solo apellido. Qué importa no ser un crack cuando la competitividad es tu mejor virtud y cuando tú sí estás realmente convencido de serlo y además actúas en consecuencia. No hay diferencias.
Basta hacer un rápido repaso a sus mejores días recientes como futbolista para saber qué tipo de partidos son sus preferidos. Doblete en San Siro ante un Milan líder de la Serie A por aquel entonces y con el que la Juventus todavía conseguía mantenerse enganchada a la lucha por el Scudetto, gol en el tramo final de la ida de los octavos de la Champions en Do Dragão con 2-0 abajo en el luminoso, doblete en la vuelta para tirar del carro de una Juventus que volvía a dejar a deber en Europa y una sustitución en la prórroga que pudo haber cambiado el desenlace del encuentro para el equipo de Andrea Pirlo, gol en el derbi ante el Torino, asistencia a Cristiano Ronaldo en la victoria ante el Napoli después de volver loco a Hysaj con diez cambios de dirección consecutivos, golazo decisivo en la final de Coppa ante la Atalanta, gol que abre el marcador en la última jornada del pasado campeonato con su equipo jugándose la clasificación para la Champions, gol ante Austria en la prórroga en los octavos de la EURO con tres toques nada finos pero complicadísimos y letales, gol en la semifinal contra España, gol ante el Chelsea campeón de Europa y asistencia contra España que regala un gol a Lorenzo Pellegrini después de un coast to coast erigido desde la épica que mueve a su juego.
Todos ellos con su equipo o con su selección siendo, si no inferiores, sí estando muy condicionados por la presión del momento o por los apuros en el marcador. Chiesa se está convirtiendo en un especialista. En el futbolista que decide las grandes noches. En el nombre en el que enseguida y en primer lugar piensan los aficionados de su club o de su selección cuando las cosas se ponen feas o ya están feas desde el planteamiento inicial. Casi como una invocación y al mismo tiempo una certeza. ¿Estamos siendo dominados? ¿Vamos perdiendo? ¿Necesitamos un gol in extremis? ¿Cómo podemos salir de atrás y crear peligro? ¿Quién de los nuestros va a aparecer cuando más quema el balón? Te necesitamos, Chiesa. Es tu momento.
Es curioso que un futbolista que casi no se hace preguntas cuando toma el balón en sus botas y se lanza a una huida hacia adelante, que muchas veces se dedica a correr lo más recto posible para así llegar cuando antes a la zona de finalización y que es directo como un puñetazo que ves salir pero ante el que no logras reaccionar sea capaz de representar en una sola toda esa cantidad de respuestas en los momentos más críticos o acuciantes. Pero ese es precisamente Chiesa: Federico tutto dritto, un elemento extraño, un ganador, un cuanto peor mejor que rompe barreras y derriba muros, que se ríe de los dominios y las probabilidades, de los estados de forma colectivos, de la superioridad rival o de las adversas circunstancias de su equipo. Un futbolista a la determinación pegado.
Imagen de cabecera: Getty Images
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