Tan solo ocho meses después de haber ganado la Eurocopa de forma sorprendente y a través de una idea de juego asociativa, automatizada y basada en el dominio de la posesión, Italia se ha quedado fuera de la Copa del Mundo por segunda vez consecutiva. Así de rápido camina el fútbol contemporáneo, aunque el juego, las dificultades para imponerse ante bloques bajos y encontrar la profundidad y la falta de imprevisibilidad de sus automatismos ya venían dando señales a la selección de Roberto Mancini desde la lesión de Spinazzola en la propia Eurocopa.
Desde entonces, la dificultad de Italia para desordenar equipos con defensas espesas tanto por efectivos como por capacidad para defender y estrechar los espacios entre líneas no han hecho otra cosa que aumentar exponencialmente. Y ese ha sido, en definitiva, el principal problema que ha conducido a los azzurri a la repesca primero y a una nueva debacle mundial después.
De la falta de mecanismos ofensivos pulidos para competir en la élite y de una ausencia de presión alta y tras pérdida para generar transiciones cortas y aumentar así la peligrosidad de los ataques de la que la selección transalpina adoleció con Giampiero Ventura, se ha pasado al otro extremo, con una Eurocopa conquistada de por medio que no es que fuera casual (Italia supo imponer su juego más que ninguna otra selección), pero quizá sí coyuntural y aderezada con las justas dosis de fortuna en los momentos críticos que le han venido faltando últimamente.
A la ausencia de movimientos sin balón constantes e incisivos, de rotaciones en el carril central, de una fluidez asociativa que ha ido perdiendo su fuelle y su efectividad, se ha sumado la incomparecencia, más bien la inexistencia de un talento determinante, de un líder que esta Italia tan coral para lo bueno y lo malo, cuya fortaleza máxima ha estado en el dominio técnico de sus centrocampistas, no tiene y tampoco ha buscado tener. De un futbolista que no necesitase de sus compañeros para generar superioridades por sí solo, con capacidad para sorprender, con genio pasa sacar a relucir soluciones creativas desde lo puramente individual.
Sin Chiesa, lesionado; sin apostar por un jugador como Zaniolo, que puede romper sistemas defensivos en conducción partiendo desde la divisoria; y sin dar relevancia a un nueve como Scamacca (fuera de la convocatoria ante Macedonia igual que el romanista), que aún no está probado al máximo nivel pero que es mucho más proclive a sacarse de la manga una acción ajena al discurso del partido que Immobile, Raspador o Belotti, el juego de posición de Mancini ha acabado por ser unidimensional, rígido y plano, dando como resultado un dominio territorial y de la posesión estéril, por momentos frágil, especialmente si no consigue el 1-0 durante la primera media hora de juego, y casi absurdo, inane y contraproducente, vistos los resultados.
Como si el objetivo de la idea de juego fuese estar colocado en campo rival de una determinada manera y con el balón controlado, en lugar de deshacerse de un posicionamiento predefinido en busca de una mayor peligrosidad. Y la apuesta por una pieza como Berardi en el extremo diestro, igual de tendente que Insigne en el otro costado a recibir el balón al pie y confluir hacia dentro, o los intentos de jugar con falso nueve para favorecer los intercambios posicionales en tres cuartos de campo y evitar el embudo frente a la frontal, acabaron por redundar más si cabe en un cierre del área aún más sencillo para los rivales y reforzando este tipo de planteamientos.
Volviendo al encuentro que ha acabado por dejar fuera a la Nazionale del Mundial de Catar en última instancia, aunque es importante recalcar que se ha tratado de un proceso de degradación de sus virtudes hasta convertirlas en defectos lo que ha acabo trayendo a los de Mancini a esta fatídica situación, Italia tiró 32 veces, 17 desde dentro del área, pero solamente en cinco ocasiones entre los tres palos. Generó 1.98 goles esperados, con una bajísima media por remate de 0.06xG, lo que indica, también a nivel estadístico, un dominio inocuo, que no conduce a situaciones claras de remate, que no conduce a una generación de peligro real.
Otro agravante que ha redundado en el menoscabo del juego italiano ha sido la presión alta y, especialmente, la presión tras pérdida, un factor clave durante la EURO que ha ido perdiendo fuerza, agresividad, precisión, continuidad y empuje colectivo. A lo que sumar la ausencia de regate —uno de los males endémicos del fútbol italiano contemporáneo—, de rupturas, de buenos rematadores desde fuera y de una mayor espontaneidad e intimidación. Todo lo que Italia produjese parecía que debía ser sí o sí una consecuencia directa del esquema, de la estructura ofensiva, de la asociación en corto, de una complejidad que ha acabado resultando demasiado elevada para el ejecutor y demasiado sencilla de defender para el que debía sufrirla.
Mancini estaba más que avisado desde la pasada y triunfal Eurocopa (1-1 con Bulgaria, 0-0 ante Suiza, otro 0-0 frente a Irlanda del Norte…) y ha vuelto a caer en los mismos errores en el día en el que se jugaba caer de un lado u otro del alambre o continuar caminando por él. El técnico de Jesi eligió otra vez la misma receta y los mismos chefs que le llevaron “a la máxima ilusión de su carrera” y ha terminado recogiendo “la mayor desilusión de su carrera” con apenas ocho meses de diferencia. Sin darse cuenta en todo este tiempo de que cualquier equipo de fútbol, con mayor razón un equipo ya ganador, debe seguir desarrollándose, adaptándose, buscando nuevas vías para expresar su idea de juego y evitar así que cada día que transcurra su propuesta sea más fácil de asimilar, más fácil de atajar y más fácil de contrarrestar para el rival.
La ausencia de Italia del Mundial de Catar no es una casualidad o un episodio de mala fortuna, aunque es innegable que ha existido una pizca de esto. Es, como lo fue en 2017 ante Suecia por causas diametralmente distintas, una consecuencia directa del juego. Y es aún más dolorosa por producirse por un equipo que hace menos de un año se proclamó con esas ideas campeón de Europa. Lo que nos indica nuevamente lo difícil que resulta ganar cuando ya has ganado, lo difícil que es mantener vivo, efectivo y eficaz el motor de una idea, lo sencillo que resulta que una buena propuesta devenga en insustancial si no se retoca continuamente. Mancini quizá confió demasiado en ella, en su estructura, en sus nombres, como hubiera hecho cualquiera, hasta que resultó ser demasiado tarde como para intentar dar un golpe de efecto que impidiese que Italia se topase una y otra vez con la misma piedra, hasta que esa piedra acabó convertida en un muro que, con las intenciones y los automatismos preinstalados, resultó ser imposible de derribar.
El último partido que Italia ha jugado de cruce directo en un Mundial sigue siendo la final de la Copa del Mundo de 2006. Hoy solo un bonito recuerdo. Y tendrán que pasar al menos 20 años para que pueda aspirar a jugar otro. Un mundo, precisamente. Una colección de momentos inolvidables perdida e irrecuperable, una generación entera de futbolistas italianos que no sabrá nunca lo que es disputar un Mundial con su país, la suma de una infancia y juventud, casi una vida, una eternidad. La Italia campeona de Europa, a la que el dulce sabor de un título tan ansiado como el de la pasada Eurocopa ha terminado por saberle a pura hiel tan poco tiempo después, la Italia tetracampeona del mundo volverá a ver el Mundial (el de Schiavio, Orsi y Meazza, el de Piola y Colaussi, el de Mazzola y Rivera, el de Zoff, Conti, Paolo Rossi y el grito de Tardelli, el de Schillaci, el de Baresi y Roberto Baggio, el de Buffon, Totti, Pirlo, Grosso y Cannavaro…) desde la televisión. Un drama en dos actos. Un drama histórico y salvaje, y por justo aún más doloroso e impactante, un drama que ahora mismo no parece tener fin.
Imagen de cabecera: @Azzurri
Sevilla. Periodista | #FVCG | Calcio en @SpheraSports | @ug_football | De portero melenudo, defensa leñero, trequartista de clase y delantero canchero
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