Dejando al margen al Milan de Ancelotti, que fue un equipo de auténtica época y que incluso debió ganar alguna Champions más de las dos que levantó, la sequía de títulos europeos del fútbol italiano y el gigantesco agravio comparativo con La Liga y la Premier se extiende sin piedad a lo largo de todo el siglo XXI con la excepción de un nombre: el de José Mourinho.
Han tenido que pasar doce años, los mismos que Mourinho ha estado alejado de los banquillos de la Serie A, para que el autor del último equipo italiano campeón continental redima al Calcio con otro trofeo europeo. Como si de un rito ancestral se tratase, como si el chamán luso fuese capaz de invocar al dios de la lluvia para cambiar desiertos por vergeles con su sola presencia, como si no hubiese pasado el tiempo desde ese año 2010 y los preceptos tácticos clásicos de su libreto, que a nadie ya funcionan, sigan siendo dominantes y ganadores.
Es obvio que la Conference League no es la más prestigiosa entre su colección de victorias, pero sí es la enésima confirmación de un entrenador adicto a la victoria en un club cuya esencia principal ha sido, contrariamente, estar permanentemente ansioso de ella y al que, por tanto, le importa entre poco y nada haber estrenado el palmarés de la tercera competición en importancia del Viejo Continente y tener que escuchar comentarios que devalúan su triunfo.
Para el pueblo giallorosso, esta copa a estrenar es maná llovido del cielo gracias a su totémico entrenador y significa para ellos lo que en realidad supone: ganar, volver a ganar, soñar con seguir ganando una vez han podido por fin ganar. Un título que ha sacado en masa a las calles a los tifosi de la Roma, una hinchada que siempre creyó, incluso en los peores momentos de juego y resultados, como el humillante 6-1 encajado en Bodo, que los hechizos de su entrenador, pese a haber llegado con la vitola de prestidigitador demodé, iban a funcionar.
Y así ha sido. Mourinho le ha devuelto gloria a la Roma con casi todos los elementos de su recetario habitual, aunque con una cara ligeramente más amable de puertas hacia afuera. Activando el locus de control externo, ‘Mou’ se ha quejado del estamento arbitral, ha criticado abierta y duramente a sus jugadores, ha hablado de injusticias, de barreras, de palos en las ruedas, pero también ha reunido sobre su figura un culto total por parte de su afición, que lo vio desde el primer día como un redentor, y ha conseguido, porque ha sido él exclusivamente quien lo ha hecho, una unión inquebrantable que ha ejercido de motor anímico y soporte espiritual para un curso que se afrontaba complejo, como ha sido, ya que la Roma ha tenido problemas futbolísticos que le ha costado hacer frente y resolver con la mejor de las suertes.
Empezando por un inicio de temporada repleto de errores defensivos individuales, tanto en la salida desde atrás como en los intentos de alzar la línea en busca de la anticipación. Resueltos estos mayoritariamente con el cambio de dibujo y la exaltación de un Smalling imperial en el centro de la zaga, los giallorossi no fueron capaces en cambio de dejar atrás sus carencias para progresar juntos desde atrás, para no depender tanto de las conducciones de los carrileros o de Zaniolo, del pie mágico de Pellegrini o de los desmarques largos de un Abraham decisivo.
Un déficit de dominio que ha provocado que la squadra giallorossa solo haya sumado 2 puntos de 24 posibles ante el top-4 de la clasificación. Además, Mourinho no ha mejorado la anterior gestión de Fonseca, sumamente criticado, pero nadie como Don José sabe meterse al público, a su público, en el bolsillo, sabe desatar la devoción hacia su persona, sabe convertir los problemas en escudo o incluso en fortalezas. De esto también es un maestro. Y le ha servido para conquistar un título. El primero para la Roma desde 2008, el segundo de su historia en Europa tras la Recopa de 1961. Ha llovido y, paradójicamente, la sequía parecía ser infinita.
En los momentos más exigentes, Mourinho se ha abrazado a la defensa del área propia (de ahí el cambio a una línea de tres centrales mediado el mes de noviembre), al bloque bajo, al pragmatismo austero, al balón parado (con 17 goles, ningún equipo ha marcado más en acciones de estrategia en la Serie A), a pasar más tiempo sin balón que con él (la media de posesión desde los cuartos de Conference no pasó del 37%), a la mentalidad colectiva, a encajar el dominio rival, a utilizarlo en su favor y a transitar como dardos envenenados hacia el arco rival, a las manos de su portero, al sufrimiento como medio para el fin, a masticar la espera hasta que la lluvia se desatase y así todo lo que ella provoca adquiriese un mejor sabor.
Los antiguos romanos honraban al dios Júpiter para que les enviase las lluvias que revitalizasen sus cosechas. Y cuanta más sequía y más desesperación había, más venerado era. Los actuales romanistas sienten hoy por su dios de los banquillos un sentimiento de gratitud parecido, demostrado en el amor incondicional que le han profesado a lo largo de toda la campaña. Y el destino de sus campos, ahora regados, ahora frondosos y llenos de frutos, ha terminado por darle la razón a su fe. Ha tenido que llegar Mourinho para que la Roma colme sus ansias de ganar, para que la Roma se abrazase con devoción a su credo y este volviese a demostrarse exitoso. Ha tenido que regresar Mourinho al Calcio para que el Calcio, doce años después, y desde una pretendida inferioridad y un juego que se adapta al rival y que prefiere el control defensivo y esperar los errores ajenos para castigarlos severamente (Italia, ¿te suena de algo?), haya vuelto a vencer en Europa. De Mourinho a Mourinho y en el medio, un desierto.
Imagen de cabecera: @ASRoma
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