Los platos empezaron a romperse en mil pedazos. Ante semejante destrozo, el Barça se hizo una herida demasiado profunda; de las que duelen durante un largo periodo. Aquella obra de porcelana, bella y perfeccionista, le había dado de comer durante sus años más gloriosos y, a la misma vez, le había impuesto un precio dispendioso. El conjunto se quedó sin recursos para seguir costeando ese éxito casi impronunciable, tan difícil de describir. Despedidas dolorosas, asuntos de despachos y la efímera competitividad en un terreno donde había reinado. Empezó a jugar con el miedo pegado a la piel, perdiendo trozos de su autoestima en cada arañazo. Fue como subirse a la caída libre de un parque de atracciones. Caer, en picado, a toda velocidad, sin ningún tipo de control.
El Barça ha vuelto a ganar la liga cuatro años después. El técnico de Terrassa ha logrado descifrar el jeroglífico de cómo lograr una liga sin Leo Messi, dominando las áreas y potenciando el discurso de sus individualidades. Para reconstruir aquella vajilla, el Barça ha hecho un ejercicio frotándose los ojos y aceptando lo transitorio e imperfecto. Rebajó su exigencia y le otorgó paciencia a aquellos jóvenes jugadores que habían llegado con la maleta repleta de esperanza. Ellos, y algunos fichajes de un presunto aliento ilusionante, fueron las piezas que volvieron a erigir un proyecto dañado. Los puntos de sutura que unieron lo que se había despedazado.
A falta de cuatro jornadas para concluirla, esta temporada nos ha enseñado que algunos vuelven y superan su mejor versión. Ter Stegen ha sido el máximo protagonista de esta liga, sumando, de momento, 25 porterías a cero. Que los cimientos estaban en la solidez. Que, a veces, hay que ser prágmatico. Que Araujo es mucho más que una bestia y un ejercicio de fe. Que algunos héroes, como Christensen, resguardan la zona ante los peligros sin hacer ruido, brillando en silencio. Que a veces, el fútbol nos regala irrupciones como la de Balde para desafiar a lo corriente. Que carisma y profundidad es el apellido compuesto de Koundé. Que Pedri es la causa que todo lo explica. Que la intensidad de Gavi es innegociable. Que los que no sabían qué podía ser Frenkie de Jong, empiezan a entenderlo. Que Busquets seguirá “confundiendo al fútbol mundial” para siempre. Que Raphinha es una palabra que se escribe con un lápiz que tiene diablura en su grafito. Que Dembélé es capaz de jugar a un fútbol bello e incomprensible, cuando las sombras de las lesiones no le persiguen. Que hay jugadores como Lewandowski que, al acercarse a portería, avanzan las agujas del reloj provocando el conticinio que todo lo enmudece. Que los que ya han salido y los que saldrán, son parte de la cicatriz, costurones del cuero.
Esta liga, además, es un punto de inflexión para que el Barça se mire al espejo y pueda volver a verse guapo, a gustarse a sí mismo, a seducir y conquistar. La ilusión de que esto no sea un devaneo. La primera de Xavi y la última de Busquets; con el peso emocional de las letras. La liga de los que siguieron en las gradas y nunca se fueron, a pesar de que la tormenta fuera devastadora. Lo advertía Franz Kafka: “Supongo que me encantan mis cicatrices porque se han quedado conmigo más tiempo que la mayoría de gente”. Estamos marcados por ellas y, sobre todo, por la manera de sanarlas. Es algo eviterno.
Imagen de cabecera: FC Barcelona