Hace menos de un año, el Girona tocaba el cielo. Ganaba, ilusionaba y peleaba por Europa con un fútbol valiente y reconocible. El mismo Montilivi que hoy contiene el aliento, celebraba noches de Champions con nombre propio. El equipo de Míchel desafiaba a gigantes y ofrecía fútbol con identidad. Hoy, el relato es otro. Acumula diez jornadas sin sumar de tres, cuatro derrotas consecutivas y el margen con el abismo del descenso ya es mínimo.
Y sin embargo, cuando todo parece quebrarse, aparece la conexión con la gente. La que no deja de alentar. El pasado lunes, antes del partido frente al Betis, Montilivi vivió el recibimiento del año. Bengalas, cánticos, pancartas y miles de aficionados empujando al equipo cuando más lo necesita. Una declaración de amor puro al escudo.
Míchel sigue al frente, sin esconder la gravedad del momento. Sabe que la situación es crítica, pero también que aún hay margen. Lo vio en sus jugadores, que tras la derrota fueron a la grada para mirar a su gente a los ojos. Lo sintió en la afición, que a pesar del golpe recargó como pudo su energía para animar hasta el último aliento.
El partido contra el Betis fue un golpe seco, de esos que te obligan a mirar al espejo. El equipo se vio superado, sin margen, sin chispa. Las lesiones no ayudan, el calendario tampoco, pero ni Míchel ni sus jugadores se esconden. Al contrario: hablan, sienten, se vacían.
El equipo está tocado, sí, pero no hundido. Quedan seis partidos, y el próximo, en Butarque, puede marcar el rumbo. El Girona necesita recuperar confianza, reencontrarse con el gol y volver a competir con el alma. Es cuestión de carácter, de identidad. Aún hay tiempo y también hay opciones. Y mientras todos remen en la misma dirección, este equipo tiene con qué levantarse.
