Vuelvan sobre el gol de Sergio Ramos. Detengan la imagen en el instante en que el balón impacta contra la cabeza de Bale. Párenlo. Observen. Reanuden el vídeo y vean cómo inmediatamente después, el galés realiza el movimiento para acompañar el vuelo de la pelota. Accesorio, de puro esteta. Porque desde que el balón encontró la lustrosa y engominada cabellera de Bale, ya estaba entrando, velocísimo, con aureola de interrogante, en aguas internacionales sin jurisdicción. Donde el fútbol abandona la lógica, se vuelve anárquico y todos dudan: duda el portero, duda el defensa, duda el linier…
Allí, en la peinada de Bale, en el único recurso con el que se podía salvar la levedad germana de Kroos, encontramos al jugador que nunca esperábamos. A uno de los mejores cabeceadores del mundo con pedigrí de héroe finalista. En Lisboa marcó el gol de la remontada con su frente despejada. Dos años después, anoche, lubricó el viaje del balón hacia el área pequeña y gestó medio gol. Mucho le debemos a su gel fijador.
Allí, en la peinada de Bale, olvidamos todo. En la peinada de Bale no hubo mal inicio de temporada, ni faxes perdidos, ni una eliminación burocrática de la Copa del Rey, ni un ambiente enrarecido con Benítez. El doblete del Barça se convirtió en un consuelo. En la peinada de Bale estuvo el gol de Sergio Ramos (otra vez el sevillano, otra vez en una final en Europa, otra vez con el Atleti) y el crédito para Zidane. Después de la peinada de Bale, nos empezamos a asomar por Twitter. Y por ahí revoloteaba la palabra “orgullo”, que se suele traducir en un Atlético derrotado y en un eufemismo que camufla la amargura y los errores. Mientras tanto, el joven de Cardiff sonrió. Su pelo se vio ligeramente desalineado.
Allí, en la peinada de Bale, estuvieron las fuerzas que mantuvieron en pie a los jugadores del Madrid cuando Carrasco empató. Y cuando el belga amenazó con imprimir en la prórroga un ritmo que ni Modric, ni Bale, ni Marcelo, ni Cristiano ni Pepe, todos apunto de desertar, estaban dispuestos a seguir. Ni siquiera a acercarse a él. Cuando el partido se hizo largo (tanto, que empezó un 28 de mayo y no acabó hasta un día después) y en Madrid las fibras cardíacas estaban más expuestas que las de los gemelos cargados en San Siro, estaba la peinada de Bale. Siempre la peinada de Bale. Como un texto constitucional que lo explicara todo.
Y en la peinada de Bale estuvo, también, todo lo injusto y cruel que tiene el fútbol. Todo lo que convierte al Real Madrid más mermado físicamente de los últimos años en campeón de la Champions. La fuerza cuántica que hace fallar el penalti a Juanfran y proclamar a Cristiano, desaparecido, en el héroe de la final. Allí, en la peinada de Bale, el Madrid recordó lo que supone cabalgar a lomos de un caballo desbocado, que es la historia, la leyenda, y a través del cuál se puede ganar la competición más importante del mundo incluso estando mal. Casi sin querer…
En la peinada de Bale convivieron muchas cosas, entre ellas la certeza de que si está el galés en una final, y todavía conserva su cabeza (aunque solo sea como elemento anatómico) todo es posible. Pero sobre todo estuvo la Undécima. La segunda Champions en tres años. Y eso no se paga ni con 100 millones.