Coincidiendo con los primeros calores de una primavera que la sangre y la clasificación altera, cada temporada escuchamos una frase vacía que, por manoseada y maltratada, hemos aprendido a absorber hasta ignorar. “Quedan (introduzca aquí un número de partidos entre cinco y diez) finales”, aseguran los protagonistas a pie de campo para que les dejen irse a la ducha a comprobar las notificaciones de Instagram.
No ha terminado febrero y el Inter de Antonio Conte tiene ante sí un único y mayúsculo objetivo. Bendita excepción en plena época de la multitarea. Cada fecha del calendario está marcada en rojo; una por semana, el sueño de todo entrenador moderno. Sin distracciones europeas para el cuerpo o la mente. Sin títulos recientes que llenen la barriga de la ambición. Sin excusas. Sin que sirva de precedente: 15 finales por delante.
Los puntos de inflexión los carga Il Diavolo. El pasado 26 de enero, un aparentemente insulso Inter-Milan de Coppa Italia cambió el viento en la capital lombarda. La relación de cordial rivalidad entre nerazzurri y rossoneri, espectadores pasivos ante el dominio bianconero de los últimos diez años, saltó por los aires cuando sus dos colosos chocaron (literalmente). El encontronazo Ibra-Lukaku recordó a ambos clubes que el tiempo de las pequeñas victorias de repercusión breve y local —las bromas de oficina, las miradas cómplices o burlonas en el metro— deja paso al momento que sueñan desde hace una década: el de ganar o perder en grande.
El que faltaba, de falta. La nocturnidad del 2-1 anotado en el 96’ por un renacido y expresivo Christian Eriksen, el gol más tardío de la historia del Derby Della Madonnina sin contar prórrogas, relanzó a los de Conte y aturdió a los de Pioli. Desde entonces, la risa y los puntos en la tabla han ido por barrios: seis de doce para Zlatan y compañía y pleno de victorias para Romelu y los suyos, líderes con cuatro de ventaja sobre i cugini tras un incontestable 0-3 que abre de par en par las puertas del título.
La enfática celebración del belga tras rubricar una acción fantástica que combinó potencia y precisión fue el enésimo ‘recado’ al sueco. “I’m the fucking best. Io, io, te l’ho detto, cazzo”. El fútbol pandémico acabó con los secretos del césped. Taparse la boca pasó de moda porque hay un micro por cada asiento vacío. Así las cosas, la batalla por reinar en Milán la va ganando Romelu; ya veremos la guerra. El periodista Giuseppe Pastore apuntó tras el partido que Lukaku es el primer jugador que anota en cinco derbis consecutivos. Boninsegna o Shevchenko, entre otros, suman cuatro.
El Inter alterna frenesí y fiabilidad al ritmo que marca su entrenador, obsesionado con racionalizar el juego de un equipo que se mueve como nadie en la locura. Los de Conte van a más y han alcanzado una madurez coral que invita a pensar que ‘este año sí’. El momento dulce se resume en el segundo tanto de Lautaro ante el Milan: Handanović, De Vrij, Škriniar, Barella, Lukaku, Hakimi, Eriksen y Perišić participaron en el gol del argentino, que sigue creciendo como letal complemento del gigante interista.
El lenguaje corporal de Conte suele llevar a engaño: por intransigente que pueda resultar, se trata de un entrenador detallista y flexible que aporta constantes modificaciones a su (este sí, bastante innegociable) modelo de juego. El técnico nerazzurro da tijeretazos a su bonsái táctico, se desgañita desde la banda y protesta contra todo y todos afónico en rueda de prensa. Pretende la intensidad que garantiza. Predica con el ejemplo. Si sus pupilos están a la altura de la exigencia en las restantes —con perdón— 15 finales, el Scudetto que falta desde 2010 caerá por su propio peso.
Imagen de cabecera: Inter