Todos tenemos uno. Hablo de ese amigo o amiga poco agraciado
a simple vista y sin mucha labia pero que al terminar la noche siempre liga sin
que nadie se explique muy bien cómo lo ha hecho. Solo cuando se comparten
varias veladas de jarana juntos, uno entiende la clave. Sin importarle la gran
competencia, la fe inquebrantable en sus posibilidades y su capacidad para
insistir pese a lo difícil de su empresa son los detalles que están detrás del
éxito. Así es la selección uruguaya.
En su tercera Copa del Mundo consecutiva, cuarta de las
últimas cinco, el conjunto sudamericano ha logrado clasificarse entre los ocho
mejores tras acabar primero de grupo y deshacerse de la vigente campeona de
Europa encabezada por Cristiano Ronaldo. Sin excesivo brillo (acciones como los
goles de Cavani ante los lusos al margen), desposeída de actuaciones estelares,
pero dejando la sensación de que está capacitada para salir a flote en
cualquier tipo de contexto.
Contemplar un partido de los charrúas genera en muchas
ocasiones al espectador lo que los alemanes llaman técnicamente ‘Schadenfreude’
y que no es otra cosa que el disfrute con el sufrimiento ajeno. Porque los once
que pisan el campo con la celeste desde el inicio, y todos los que están
sentados en el banquillo, transmiten sensación de agonía extrema. Muecas de
desagrado, desprecio por el físico propio… Al contrario que aquellos
futbolistas que juegan como cuando corrían por el patio de su casa, los
uruguayos solo son capaces de encontrar el gozo si conjugan el verbo ganar.
Eso explica que se trate de un cuadro desposeído de egos
donde la gloria individual alcanzada con los años es proporcional al nivel de
sacrificio por el resto del combinado. Atacantes que podrían pavonearse
mientras piden el esférico al pie bajan a recuperarlo a campo propio o se
inmolan actuando de porteros improvisados aunque eso les suponga renunciar a
uno de los partidos más importantes de su vida. Defensas sin nada ya que
demostrar se pelan las rodillas deslizándose por el césped para salir airosos
de una jugada intrascendente.
Dichas actitudes, impropias a veces de las estrellas, son
las que muestran el camino a los jóvenes que trae consigo cada nueva camada. Es
por ello que el rectángulo mágico que tiene por vértices a Godín, Giménez,
Suárez y Cavani cuenta ahora con piezas dentro y fuera del mismo que aumentan
las prestaciones. Más dotados en lo técnico que sus predecesores, tienen
igualmente inoculado el espíritu competitivo que anula la frialdad pectoral.
Y si alguno se descuida y no le vale con lo que hacen sus
compañeros para devorar el verde, solo tiene que mirar a la banda y se
mentalizará de que no hay tregua. Porque el primero que comulga con el ejemplo
es el entrenador. Afectado por una extraña enfermedad que le obliga a
desplazarse en muletas y un carrito, Óscar Tabárez demuestra compromiso en
grado sumo anteponiendo su amor por el oficio a la que podría ser una bien
ganada tranquilidad vital. ‘El profesor’ es el reflejo de un hombre a quien las
limitaciones físicas le impiden liberar sus impulsos más internos, que padece
en silencio impulsado por la ilusión de un proyecto levantado con sufrimiento y
muchas horas de esfuerzo.
Lo que rodea a Uruguay tiene tintes de heroísmo, el guion
propio de las grandes historias. Y sin embargo eso no garantiza que el epílogo
vaya a ser feliz. Un mal partido o un tiro que no entre puede ser el punto y
aparte. Nunca el final. Porque los buenos jugadores irán y vendrán pero la
herencia genética de caer solo cuando se apaga el último aliento, lo que se
conoce como ‘la garra’, es patrimonio inmaterial del fútbol charrúa.
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