Lo reconozco, ahora que veo cercano el final del Parma siento nostalgia. No ya tanto del club, que también, sino de aquella época infantil en la que llevarle a lo más alto había supuesto todo un reto para mí. Horas y horas sentado delante del ordenador intentando fichar a los mejores para que dejaran tardes de gloria en el Ennio Tardini.
Para qué negarlo, yo también asocio muchos momentos de mi tránsito a la adolescencia con las jornadas intensivas del PC Fútbol. Más concretamente del PC Calcio, lo mismo pero centrado en un campeonato italiano que por entonces me sonaba a chino. Pese a ello era fácil dejarse seducir por el contenido de aquellos CD’s, cuyos antecesores eran disquettes que exigían una combinación de escudos para poder jugar.
Promiscuo en mis elecciones, recuerdo no solo aquel Parma de ensueño sino un Empoli que se proclamó campeón de Europa en repetidas ocasiones gracias al aliento de una afición pixelada que disfrutaba con goles que nacían de combinar Shift y Enter. También tuve escarceos esporádicos con el ya extinto Padova. Bajo los palos estaba Walter Zenga y tan importante como ascender era vencer al Torino que siempre escogía mi primo. Una máxima rivalidad artificial que se trasladaba a los despachos cuando abandonábamos la habitación por turnos para que nadie descubriera los fichajes que pretendía el otro. Normal, el mercado era amplio y los trucos para cerrar las contrataciones variados.
Sin embargo la gloria exigía algo más. No bastaba con tener una buena plantilla, el cuerpo técnico y el personal debían estar a la altura. Jardineros, empleados de marketing, secretarios técnicos… todos sumaban para la causa. Se buscaba en ellos la excelencia de las cinco estrellas, ese elemento distintivo que permitía construir un estadio de 200.000 personas en tiempo récord y reducir a algo testimonial las roturas de ligamentos.
En frente, rivales con una dimensión que solo he sido capaz de entender con el paso de los años. Es el caso del Castel di Sangro, cuyo milagro me era ajeno y en el que despuntaba Gionatha Spinesi. El punta era un habitual en la tabla de máximos goleadores junto a otros nombres como el australiano John Aloisi, por entonces en la Cremonese.
La misma dinámica seguía el PC Fútbol, donde aún recuerdo gestas con el Murcia o el Realejos. Inicialmente en Segunda B, acabarían disfrutando con plantillas de ciento cincuenta jugadores en las que Weah o Shearer peleaban por un lugar en el once. Contaba todo Carlos Martínez y le daba la réplica Michael Robinson emitiendo sentencias en español macarrónico al estilo «¿Pero cómo puede disparar desde ahí sin prismáticos?» o «Madre mía, ese hombre debe comer carne cruda».
Después de aquello llegarían versiones renovadas con mejores gráficos en las que el Genk tenía dinero infinitivo y Uwe Rösler era objeto de deseo. Nada sería lo mismo. Todo se hizo más complejo desvistiéndose de su esencia. Para entonces yo había crecido dejándome seducir por nuevas formas de entretenimiento. Aún así el daño estaba hecho, tenía dentro de mí el virus del fútbol internacional.