Probablemente no recuerdes qué cenaste hace un par de días, dónde has dejado las llaves ni algunas fechas clave que memorizaste hasta la saciedad para un examen de Historia. Sin embargo, seguro que recuerdas qué hacías exactamente hace trece años a las 22:55h, dónde y con quién estabas cuando las líneas de teléfono colapsaron, disparando exponencialmente sus llamadas y el delirio en sus mensajes y se confirmó la predicción de un pulpo que creyó en la urna hispana sin pestañear. Cuando nos emocionamos, recordamos mejor. Es pura ciencia.
La final de Sudáfrica 2010 es una crónica perfecta. Tiene un desarrollo que reúne inquietud, fe, compasión y justicia. Aquella noche del 11 de julio, Navas arrancó la coreografía por la banda, el tacón de Iniesta se la dio a Cesc y éste se la devolvió al andaluz. El hijo pródigo del Sánchez-Pizjuán encontró a un ‘Niño’ que quería hacerse hombre. Torres no dudó en colgarlo, Fábregas olfateó el cuero para hacerlo suyo y se lo regaló a Iniesta para que rubricara la obra. Una pincelada para concluir un cuadro que cambió la historia del arte balompédico. Óleo sobre lienzo. Sin titubear, escuchando el silencio, provocando el mutismo a las distracciones y a los fantasmas, sin prestar mínima atención al estruendo de 84.490 espectadores. Quizá ese debería ser nuestro próximo número de la lotería. Aquí lo leíste primero.
En aquel Mundial, donde España empezó tropezándose con sus ganas y nervios y acabó sin temor a convertirse en divino alcanzando la gloria, se alinearon todos los astros. Ganar por la mínima, sufrir, aguantar, confiar, imponerse a la barrera de los once metros, meter el pie y el corazón, soñar un pase no inventado. La robustez, la cohesión, la creatividad, una pirueta en el borde del área, un poderoso testarazo, una diablura con sabor a gol. Las primeras veces nunca se olvidan. El primer beso, el primer viaje, el primer Mundial. Aquel 11 de julio que todos recuerdan y nadie olvida, fuimos campeones.
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