Hay una línea que todo lo cambia. Depende si te ubicas frente o tras ella, las cosas se ven de una manera u otra. Traspasarla provoca un giro del guion, incluso de protagonistas. Como si fabricara una nueva película. Si el FC Barcelona en el 89’ rozaba un título que se hacía más indispensable que en otras ocasionas y le reconciliaba con el necesario éxito de vencer una final, el Athletic, con su convicción, se lo sacó del bolsillo sin que se diera cuenta. Como si lo hiciera el mismo Lupin, con su guante blanco y su carisma. Muniain la puso y Villalibre la tocó para que sonara la melodía. Dicen que no hay nada más bonito que marcar un gol en el 90’. A la misma vez, nada más trágico. El estruendo de su trompeta recordó al Barça una banda sonora que suele ser conocida en los últimos tiempos.
La justicia al mérito dice que los de Ronald Koeman no jugaron para vencer. Incómodos, sin poder plasmar su identidad. Asentados demasiado lejos de campo rival, esperaban demasiado atrás los ataques de los leones. Sin asumir riesgos. Como si las finales se jugaran con algo de pavor y no con la creencia de sus tiempos mozos. En consecuencia, se reflejaba en los atascos para hacer circular el balón y en la creación de sus tentativas ofensivas. Por ello, el primer disparo del Barça no llegó hasta el 36’. La zurda de Messi lo intentaría demasiado alejado, sin meterse en la cocina, allí donde a él le gusta guisar. Seis ocasiones en 120’, los errores en cascada y los problemas para defender a balón parado, evidenciaron el desconcierto y la falta de concentración y convencimiento.
Si el balón que empujó Villalibre no hubiera cruzado esa línea, habría sido la noche de Griezmann. El francés tendría un protagonismo en la consecución del título, que le asignaría un reconocimiento que le haría salir reforzado. No se sentiría “jodido, enfadado y triste”. A pesar de todas las dudas que dejó el Barça en el terreno de juego, el 4-3-3 se reafirmaría como la mejor opción. El papel de Messi sería recordado por un pase que fue más de media vida, en vez de dejar un recuerdo tan desagradable como el de su primera tarjeta roja con el primer equipo. Se hablaría del nivel de Araújo, como una de las mejores noticias, para confirmar que el Barça tiene central para años. O ter Stegen no se quedaría sin premio tras una actuación estelar que les llevo a la final.
Ese es el poder de los 12cm de grosor de la línea de gol. El de transformar el destino. El que en cuestión de segundos le hizo saber al Barça que estaba falto de razón y de discurso. El que pudo privar de un punto de inflexión que resultaba indispensable para construir. El que deja, de nuevo, la moral mermada a un equipo que no encuentra la confianza ni la actitud.
El Barça necesita resarcir sus daños, revelarse y hacerse dueño de su rumbo. Aceptar que, a pesar de sumar otro capítulo decepcionante, debe asumir este período de transformación y recordar los nombres propios con los que cuenta para edificar un proyecto que, cada vez, sea más sólido. Y, sobre todo, proteger esa delgada línea del fútbol que todo lo transforma, para ser capaces de escribir su propio guion y hacerlo con un final feliz. Sin que nadie lo cambie.