En mi sueño, huele a barbacoa. Oigo a los niños, y a un perro. Y veo a alguien. Creo que veo a alguien. Nada de eso es para mí. Lo son los pabellones rugientes. Estar entre guerreros. Venimos de la noche.
Tú no me conocías, pero yo llevaba siguiéndote la pista desde hace algún tiempo. Aunque nuestra primera cita se produjo el 30 de abril de 2003. Estabas en Sacramento, era el GAME 5 de la eliminatoria de primera ronda de la Conferencia Oeste, jugaban los Jazz contra los Kings. Stockton iniciaba su entrada a canasta para dejar una bandeja que se le quedaba demasiado corta y no conseguía anotar, pero tras un rebote algo farragoso, el balón volvía a caer en manos del 12 que, esta vez, no perdonaba. Sobre el papel, una canasta más; sobre la historia, su última canasta. El 98-80 a favor de Sacramento se imponía en el marcador, y con poco más de 5 minutos por jugarse de partido y los Jazz eliminados a las primeras de cambio, Jerry Sloan sentaba a Stockton para que éste recibiera la ovación del pabellón. Rompieron a aplaudir todos los aficionados que se habían dado cita allí, luciendo pancartas de agradecimiento eterno al mejor base puro de siempre. Una leyenda.
Y ahí estaba yo, pegado a la pantalla y con cara de circunstancias. Mientras, John evitaba mirar a las decenas de cámaras que le enfocaban, tratando de no llorar en directo, un servidor, aún siendo un crío, lo hacía a lágrima viva, enfundado en una camiseta que me valía como edredón nórdico (con 7 años, la camiseta de los Jazz de mi padre me estaba como un serón). No entendía porqué pasaba aquello, quien le había dicho que debía dejar el baloncesto, si yo le veía perfectamente cualificado físicamente para ejercer la profesión unos años más. Al cabo de un tiempo, lo entendí. Se esfumaba un pedazo de mi vida que jamás volvería, y es que como bien sabéis, la vida llega un momento en que deja de darnos cosas para empezar a quitárnoslas. No empezábamos con buen pie nuestra relación.
No todo fue malo en nuestro primer año, al mes de aquello me regalaste una Euroliga, contra la Benetton de Treviso y en Barcelona. Un Sant Jordi a reventar que hizo de maestro de ceremonias en mi bautismo de fuego particular. Aunque lo mejor de aquel año vino en en el draft de la NBA, tras la enorme decepción que supuso para un niño pequeño perder a su ídolo, me diste a LeBron James. Una luz a la que seguir en la oscuridad de mis madrugadas, un Quijote del que escribir hazañas, decepciones y llantos.
Fue difícil reconocer en público que te quería. En un patio de colegio donde sólo se respiraba fútbol, mentar tu nombre era condenarse al ostracismo total. Teníamos cuatro canchas de fútbol y dos canastas, pues a las canastas le ponían zapatos separados por unos cuantos centímetros y la convertían en otro tapete más que servía fiel al deporte rey. Nunca me quejé de ello, también me encantaba el fútbol. El maestro preguntaba quien era nuestro deportista favorito, y tras oír de 29 bocas anteriores a la mía nombrar a Ronaldinho, Ronaldo, Beckham, Raúl, Torres y Casillas, llegaba mi turno, y ante los ojos atónitos de los presentes decía con orgullo: Juan Carlos Navarro.
Los éxitos de la selección de baloncesto ayudaron a derribar el muro, los outsiders comenzamos a meter en las conversaciones deportivas nuestro deporte favorito. El colegio era mi única realidad y realmente llegué a pensar que nadie más que mi padre y yo veíamos aquello. A medida que fui creciendo entendí que no, que el baloncesto en España era un deporte tremendamente querido y con gran tradición entre la gente. Los libros de historia llegaron a mí, y con ellos miles de datos que configuraron mi cerebro. A pesar de mis esfuerzos por quererte, siempre me viste como un amor de verano. Nunca creíste que fuera más allá de lo que teníamos, que cuando otros deportes entrarán más en mí, te olvidaría. Así que decidí dar un paso más.
Te entregué mis madrugadas a cambio de nada, puse mis ojeras a tu nombre. Sin separación de bienes ni nada por el estilo, lo mío era tuyo. Sin más. Y me enseñaste un mundo de dibujos animados. Una cultura nueva, un idioma nuevo, en definitiva, una manera de entender el mundo. Pasaste a ser mi amante fiel, por las tardes la vieja Europa me enamoraba con su estilo de siempre, tan académico como resolutivo, y por las noches, ataba la sábana a la ventana y me escapaba para poder verte. Sin hacer ruido para no despertar a nadie, veía la NBA sin cortapisas, aunque a la mañana siguiente el aroma que dejabas en mí me delataba ante los policías que me servían el desayuno.
La magia de como todo puede cambiar en un segundo, un deporte donde la línea entre el fracaso y el éxito es tan pequeña como injusta, un deporte de gigantes donde dominaban los bajitos, nada ni nadie se podía comparar contigo. Con los años, mi sed de conocimientos me hizo buscar lo que el aficionado medio no necesitaba, no sólo quería disfrutar con el juego, quería entenderlo, conocer sus entresijos…cómo funcionaba.
La Universidad fue el viaje definitivo para lograr la total simbiosis entre ambos. Empecé a escribir sobre ti en todas partes y a la gente le encantaba, me pedían más y eso me hizo experimentar algo increíble con el baloncesto. Entre medias, los llantos y las sonrisas se habían equilibrado un poco. Con mi país dándome alegrías, el club de mis amores pasaba por una época desértica hasta la llegada de Pascual (mi último gran desengaño amoroso), mi franquicia favorita se encontraba en una época un tanto extraña, con los éxitos del ayer algo recientes y una transición que no terminaba de completarse. Pero me quedaba él, el de siempre, LeBron. Ser súbdito del Rey tampoco fue nunca fácil, en un mundo lleno de envidiosos, el éxito es castigado con odio. Gracias a ello, hice míos sus triunfos, y esas victorias han sido de los días más felices de mi corta vida. El deporte es eso: vida, pasión, en definitiva, sentir como eres parte de algo estando detrás de una televisor. Si no lo entendéis, no sabéis lo que os perdéis.
Con toda una vida por delante y miles de retos por presentarse, quiero darte las gracias baloncesto. Por todo, por dejarme conocerte, entenderte y quererte. Estamos en una época de gran adhesión a nuestro deporte, cosa que celebro con orgullo. Todos caben en la familia baloncestística, no entendemos de razas, sexos, ideologías ni fe. Sólo de un balón y dos gigantes de metal que hacen de techo.
En cada punto, décima, rebote, falta, tapón, pase, infracción o grito está la esencia de un deporte distinto, algo especial. Del adiós de Stockton a la redención de LeBron en San Francisco. De los fundamentos de Tim a la clase de Iverson. Del ocaso de MJ en la capital del imperio a los últimos días de Navarro en Barcelona. A todos aquellos, grandes o pequeños que me habéis hecho soñar tarde tras tarde, madrugada tras madrugada. Por todas aquellas alegrías y decepciones que han llegado, y las que están por llegar. De Montes a Daimiel…haciendo escala en mi padre. Gracias.
Una poderosa mujer que alza sus dos manos al cielo, en una, el preciado balón anaranjado, y en la otra porta una antorcha…cuya llama es el relámpago aprisionado y su nombre es Madre de los Exiliados. Dadle a los rendidos, a los marginados. Vuestras masas hacinadas anhelando la libertad. El desamparado desecho de vuestras playas. Enviadlos a todos al parqué, dejad que disfruten lo que el resto de mortales no quieren compartir.
B-A-L-O-N-C-E-S-T-O.
Periodismo. Hablo de baloncesto casi todo el tiempo. He visto jugar a Stockton, Navarro y LeBron, poco más le puedo pedir a la vida. Balonmano, fútbol, boxeo y ajedrez completan mi existencia.
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