Mucho se ha hablado de lo blando que suele ser Japón en su balompié. Se juega como se vive. Algunos dicen que si los italianos te pueden robar; te birlarán la cartera y te quitarán a la novia. Los latinos lo sienten, lo viven y lo padecen. Y Japón, en su perenne búsqueda en la victoria con la educación y el respeto, compitiendo a su manera, disfruta. No chutan la pelota lejos para perder tiempo. No se tiran. Lo mostraron de nuevo en el estadio de Morumbi.
Los nipones no tienen complejos. En este campo de pruebas llamado Copa América han traído a un brillante elenco de jóvenes, mirando de reojo a los juegos olímpicos que se aproximan fugazmente. Aun así, el único que piensa en ese torneo parece ser su técnico. Nakajima y Kubo, que bailaron en el 4-1-3-2 de los asiáticos, no estuvieron ataviados por el típico corsé hecho para famélicos, que obliga parapetarse a sus futbolistas en esquemas y consignas de sus jefes. Nada de encarcelarse. Fueron versos libres durante gran parte del encuentro; incluso demasiado. En muchos momentos Chile, la antítesis de su rival, con la vieja guardia, tuvo opciones de correr por los constantes apagones defensivos de Japón. Los interiores samuráis, siempre por delante del cuero, empujaban hacia dentro y dejaban espacio a sus laterales. Los sudamericanos, eso sí, tenían muchos más problemas en posicional.
Sin embargo, el cuadro de Hayime Moriyasu también tiene otras vías de autodestrucción, aparte de su terrible balance defensivo. Es su dicotomía. Sus pros le suelen acarrear unos puntos negativos que normalmente acaban en desgracias. Así, Alexis Sánchez tuvo las dos más claras del primer acto, en errores propios. Pero eso no importaba. Gaku Shibasaki caía a la base de la jugada y dibujaba la salida lavolpiana. Calla y juega. Los chilenos, con el paso de los minutos, se encontraban. No necesitaron prozac para reponerse de los destrozos de Nakajima en su lado derecho porque su rival se diluía con el paso del tiempo. A balón parado se notaba la superioridad física de la roja y así llegó el primero, a la salida de un córner. Japón estaba en la lona.
En el segundo acto el choque se amainó, tras la tempestad final de Chile. Arturo Vidal se multiplicó por diez para evitar la congestión japonesa. El del Barcelona no es el centrocampista más preciosista del mundo y de hecho en la sala de máquinas culé se difumina. Sin embargo, en su selección es instrumental. En el 55 inició una jugada que finiquitó el juego, con un tanto del sempiterno Vargas.
A partir de ahí, como si nada hubiera pasado, el combinado de Moriyasu se reafirmó. Buscó un gol que les metiera en el partido pero de nuevo se encontró con los fantasmas de toda la vida. Su rectitud y filantropía que les hace ser tiernos tanto en ataque como en defensa. Sin embargo, su nueva generación de futbolistas tiene un atrevimiento anómalo por su idiosincrasia. Si encuentran su equilibrio, marcarán esos tantos que ahora se les escapa por milésimas y obviarán esa bisoñez en los choques físicos. Cuestión de identidad o no, de romper moldes o de hablar de sexo, como decía Axel Torres en Once Ciudades, Japón merece ser vista. En los últimos minutos recibieron dos tantos más que dejaron un abultadísimo resultado por lo visto en Sao Paulo. Los pesos pesados chilenos, en su intento por retener un doble campeonato que parece imposible, se llevó un chute de confianza. Japón, por su parte, tiene dos choques más, como mínimo, para sorprender al noctámbulo que se quiera poner delante del televisor a la una de la madrugada.
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