Existen muchos tipos de relojes, pero solo dos límites en la manera de vivir el tiempo y el orden. Están los que lo hacen de un modo sistematizado, y los que pasan olímpicamente de la preocupación ante las manecillas del reloj hasta que éstas marcan la hora que les escandaliza. El fútbol no queda exento a nada. Es un claro reflejo de lo cotidiano. Por eso, Julian Nagelsmann luce una esfera en la que todo se planea de forma metódica. Primero de grupo, de manera sobrada. Haciendo justicia a la puntualidad que se le ha otorgado a los bávaros. Con una superioridad aplastante, que mide los tempos a la perfección. Una banda sonora de las que no olvidas en la vida, incluso cuando tocan con clemencia.
El Bayern parece un equipo de personas que deben tener el escritorio del ordenador más limpio que una patena, que nunca tiene un par de calcetines desparejado, que juran lealtad a las cosas que escriben en la agenda de su puño y letra, que hacen ese listado de cosas para introducir en la maleta antes de hacerla o que recurren a los tutoriales que te muestran cómo doblar ropa de manera que amortices mejor tu espacio. Esa placentera sensación de tenerlo todo controlado.
Otros llevan un reloj distinto en su muñeca, o directamente no hacen uso de él. El de la prisa, el de despertarse tarde, el de correr a última hora. El que se hiela con el frío o se le acaban las pilas. El que tiene correa de una piel que empieza a verse desgastada y raída. El de pedir la hora, porque con el marcador en contra ya nadie quiere competir. Al Barça se le desvanecieron las ganas, la ilusión y la posibilidad. Afirmó su tempranera despedida de una competición que le vio en lo más alto pero que también le observó en una cuenta atrás de acontecimientos que en los últimos años pusieron su sufrimiento al límite.
La inferioridad en ambas áreas le ha dejado tocado y hundido. El gol es una quimera – sólo se ha adjudicado a su favor dos tantos en esta fase de grupos – y, cuando se desajusta, pueden hacerle daño con muy poco. 21 años más tarde vuelve a quedar fuera de los octavos, con un aroma vetusto. El romanticismo y la ilusión que lleva Xavi debajo del brazo, no es un milagro ipso facto. Por eso, asignarle la culpa, sería de justo entre poco y nada. Bastante con el trabajo acumulado que ha heredado de una circunstancia que viene sembrándose desde hace mucho tiempo, entre este caos que reúne las carencias del juego y de una amplia plantilla de garantías, los contratiempos y los números de las cuentas corrientes. Una situación que ha evidenciado que la Messidependencia era la encargada de colocar un parche para no se viera el agujero, profundo y lóbrego. Ha generado la duda entre perfiles que tenían escrito el peso del futuro en la frente y ha establecido el permiso para señalar con el dedo.
La Europa League, tan ansiada por los que la rozan a base de un arduo trabajo y tan despreciada para los que deben aspirar a más. Una realidad que acompleja más si cabe, que obliga a ser digerida y a hacer un espinoso ejercicio para levantar la cabeza. Que requiere de cambios y, a la misma vez, de aceptar la complejidad de construir un equipo en ciernes. El Barça invita a nuevas costumbres de manera forzosa, como si los jueves fueran los nuevos miércoles. Al igual que lo de los 40 y los nuevos 30, no cuela. Porque muchos se resignan a retrasar 24 horas de su reloj, a pesar de que sepan que es el momento de besarse el escudo y recordarse que esto del fútbol va de sentimiento. Al final, nada ha sido sorprendente. Como si el spoiler estuviera cantado a los cuatro vientos. Era un desenlace anunciado, solo hacía falta que las agujas marcasen la hora. Nadie escapa del tiempo, aunque viva en pleno desorden.
Imagen de cabecera: FC Barcelona