Hace un par de semanas, en el parón de noviembre, me fui a Londres en busca de fútbol, porque no había tenido suficiente. Ya he dejado claro en más de una ocasión que no soy muy fan de esos fines de semana en los que el fútbol europeo de Primera División para, así que esta vez decidí aprovechar para desconectar muy poco. Estuve en Londres y en un fin de semana me quedó claro que en Inglaterra existen diferentes tipos de estadios. Por primera vez pisé el nuevo Wembley para ver el Inglaterra – Albania, un partido que, sinceramente, estuvo bien, sin más. Los 5 goles que marcó el conjunto de Southgate en la primera parte dejaron al segundo acto como un mero pasatiempo que nos podríamos haber ahorrado perfectamente. No había estado nunca en ese mítico estadio del que tanta gente me había hablado y eso me hace ilusión, independientemente del partido. Lo cierto es que el nombre de Wembley impone, y el estadio más.
Ya de por sí, el fútbol inglés me parece que tiene algo especial. No sé explicar exactamente qué es, pero seguramente los que habéis visto un partido de la Premier League in situ sabéis a lo que me refiero. El hecho de ver los partidos de pie como si sentarse estuviese prohibido, es algo que me llama bastante la atención. En muchas ligas como la española seguramente si alguien se pasa el encuentro de pie delante tuyo le dirías sin esperar que pasasen muchos minutos que se siente, que no ves. Allí es lo habitual, y me encanta. Pero lo que más me gusta de los estadios ingleses es la cercanía con el rectángulo de juego, con los jugadores y con el partido. Le da un ambiente a caldera que tantas veces se utiliza gratuitamente, allí es casi literal.
No es que tuviera especial simpatía ni a una selección ni a otra, pero cuando voy a ver un partido, de lo que sea, tengo que animar a alguien. Apuesto por un equipo, me la juego, y voy todo el partido a muerte con él. Los goles tempraneros de los ingleses me lo pusieron fácil. Celebré los goles, lamenté las ocasiones falladas y reclamé alguna falta como una aficionada más, como si me hubiera criado en el sur de Londres. Me parece que esto le pone emoción al partido, aunque el resultado ni me va ni me viene. Wembley me impresionó por muchos motivos: por el arco que le pasa por encima, por la inmensidad del estadio en sí, quizás porque hacía mucho tiempo que no iba a un estadio lleno y porque el fútbol me volvió a parecer ‘normal’.
Después de estrenarme en el feudo donde juega habitualmente la selección inglesa, me aconsejaron visitar la casa del Fulham, para muchos, el estadio más mágico del mundo, situado junto al Bishop’s Park, a orillas del río Támesis. Me olvidé completamente de Wembley y quedé prendada de Craven Cottage. Amor a primera vista. Tiene una de las tribunas más antiguas del país y es, arquitectónicamente, uno de los estadios tradicionales de Inglaterra. Tradicional con todas las letras y en toda su expresión. Para quién no haya estado, desprendía un aura especial, era como estar dentro de una serie de mediados del siglo XX, tipo Peaky Blinders, para que nos entendamos. Para mí, fue como volver al pasado. Tiene algo diferente que lo hace especial. Me pareció más familiar que Wembley, no tan imponente, sino más bien cercano, como un santuario del fútbol.
Non pude entrar porque estaba cerrado, así que sólo visité los aledaños, y con eso tuve suficiente para ver que era un estadio completamente diferente a lo que había visto hasta la fecha. Uno de los mayores motivos de orgullo de la afición del Fulham es que Craven Cottage mantiene su preciosa fachada de ladrillo visto. Las puertas de entrada para los socios y aficionados son antiguas y he leído que en su interior se mantienen los pilares originales que aguantan la tribuna principal y todas las localidades de esta grada continúan siendo de madera. Visitarlo por dentro y ver un partido en el jardín del Fulham es algo que tengo apuntado en la lista de cosas que hay que hacer al menos una vez en la vida. Aunque para mí, de los que he visitado, ya es el estadio más especial del mundo.