Escribir es un acto hacia los demás que repercute en uno mismo. Tan propio, fabricado de sensaciones y palabras que uno mismo pronuncia. En el fútbol pasa un poco lo mismo. Hay un amor por el balón, pero son otros los que lo juzgan. Cuando mezclas ambas cosas es un cóctel molotov. Escribir te destapa las inseguridades. Aquellas que van más allá de las letras, aunque los demás no las vean porque en el papel o en el Word no tiemblan. La inseguridad frente a si el tono es adecuado, si lo que desarrollas es comprensible. La inseguridad frente a la aceptación, si uno le da demasiada bola a lo que opinen los demás. Mecano ya lo decía: “lo que opinen los demás está de más”. Pero hay una palabra de sonrisa provocadora que te hace creer que siempre hay algo que puedes cambiar, una duda sobre si te sientes empachado o todavía queda más por decir, una voz interna que martillea y te pregunta quién narices eres tú con la intención de hacerte sentir inestable. Los malditos complejos.
Acomplejado se había expuesto el Barça en los últimos tiempos. Más, si cabe, en las noches de compromiso europeo. En un olvido manifiesto sobre quién logró ser. Sumiso a la tendencia negativa y al entorno derrotista. Hasta que el discurso cambió y optó por el romanticismo. El de traer a Xavi de nuevo, para que volviera al lugar donde le late el pecho. El de hacer regresar a la figura de Dani Alves, con lo que conlleva por palmarés y por el don de su persona. El de creer en las categorías inferiores y la metodología implantada en casa, para poner en valor las oportunidades y hacerle una senda más tersa que confirme a los que ya se abrieron puertas. Ante tal explosión sentimental, la seducción es imbatible. La afición se ha cambiado el ropaje para vestirse de gala, haciendo que el Camp Nou sea capaz de provocar ese ruido que es un chute para las piernas. De repente, vuelan.
El Barça dejó de ser pusilánime, cansado de no ser protagonista y tomar sus propias decisiones. Salió enchufado y puso en la palestra las primeras pinceladas de Xavi, a través de un esquema que utilizaba con el Al Saad. Expresó sus mejoras en las circulaciones, en las vigilancias, en la solidaridad de los movimientos sin balón y siendo un equipo más ordenado. Busquets fue la pieza posicional, quien una vez más recordó cómo exponer sus mayores virtudes cuando está bien arropado. Nico y Gavi volvieron a evidenciar que La Masia tiene un peso incuestionable en el presente y el futuro. Araújo reivindicó los argumentos que le hacen imprescindible con cada disputa de balón, cada anticipación e intercepción y cada acierto en sus entregas. Dembélé arriesgó para mostrar de nuevo que todo cambia cuando pisa el terreno de juego, que lleva consigo el peligro y una serie de recursos que le hacen diferencial. Y por encima de todo, el conjunto mostró una actitud que se evidenciaba en la presión alta y un veloz cambio de chip tras pérdida, para recuperar balones en campo rival y reducir las intenciones ofensivas del oponente. Sin embargo, sin gol no hay paraíso y este mal resume y certifica los resultados.
Al Barça le queda un gran recorrido, pero es indiscutible que la llegada de Xavi todo lo está cambiando. Desde la ilusión al compromiso. No en una mera cuestión táctica, tan necesaria, sino en la apuesta sobre una idea en la que creer. En recuperar la confianza de unos jugadores que necesitan la cohesión y la motivación de un líder. Por lo pronto, la esperanza y la paciencia se han instalado en Can Barça. En Barcelona llovió pero no hubo tormenta. Nada se pudo reprochar ante tal derroche de compromiso y la intencionalidad de vivir una transformación que le permita volver a competir con los grandes de Europa. Este equipo parece que quiere dejar de ser austero para divertirse con sus lujos. Quiere desprenderse del corsé y salir de la jaula. Liberarse. Quizá todo empiece por eso, por quitarse los complejos. Es básico para todo. También para el fútbol.
Imagen de cabecera: FC Barcelona