Uno ya va pensando en él de camino al estadio. Es inevitable. Es la expectación que genera la imprevisibilidad de su innegable genio la que recorre todos tus sentidos y hace acto de presencia incluso desde los días previos al encuentro. Qué clase de embrujo voy a poder presenciar, qué tipo de temeridad virtuosa va a imaginar primero y a ejecutar apenas un instante después, qué postal, qué detalle, qué recuerdo, qué icono me voy a llevar de vuelta a casa envuelta en un papel de regalo made in Algeria con un estampado de lámparas mágicas.
La zurda stendhaliana de Nabil Fekir, su talento futbolístico capaz de abarcar las dos orillas del Mediterráneo y, no contento con eso, adentrarse Ródano arriba hasta Lyon, su concepción artística del juego son como el saco sin fondo de Santa Claus. Llevan dentro la ilusión de un año entero en su equivalente a temporadas de todos aquellos que hemos escrito cartas, a través de nuestro yo de la infancia, pidiendo un benefactor que ganase los partidos de nuestro equipo a base de brujerías. Un alquimista. Campeón del mundo de cumplir nuestros deseos.
Fekir, otra vez Fekir, se oye por los corrillos de pasillo, por los autobuses, por los ascensores, por las barras de bar. Fekir, otra vez Fekir, se lee en los grupos de WhatsApp, en los chats de empresa en estos días de teletrabajo, en las camisetas de las niñas y los niños en los parques. Fekir, otra vez Fekir. Se ve y hay veces que aún así no se cree, que parece que su paso por el Betis fuese como una especie de bruma, que un día nos daremos cuenta de que nada de esto ha sido real, que nos despertaremos y lo primero que tendremos que hacer es dar la razón a todos aquellos que nos advertían de que si había llegado aquí sería por algo y no precisamente bueno. Fekir, otra vez Fekir. Fekir se siente. Fekir se vive. Es un pack de experiencias. Alguien que te hace sentir que ir desde tu casa a tu asiento en el Villamarín es hacer turismo de lujo.
Recopilar y mostrar sus estadísticas durante el presente curso (11 goles producidos de forma directa en sus últimas 15 titularidades) ni siquiera le hace justicia. Fekir va más allá de las cifras, habita en las sensaciones, hace de los golpes de genio su hábitat natural, es capaz de construir castillos en el aire que perdurarán firmes para siempre en esos cimientos del alma llamados recuerdos. Es ahora y eternidad. Es carisma, es calle, es ingenio, es improvisación, desequilibrio y fantasía. Es ego, descaro, socarronería, mala leche. Es singularidad, es colorido, es parco en palabras y excesivo en hechos. Es otra cosa. Es distinto, único. Es comprobar por ti mismo cómo la frase hecha “es imposible quitarle el balón” se convierte en una de las más literales jamás escuchadas. Es barroco, flamenco, es quejío y quiebro y manquepierda, porque manquepierda tú vas a ganar por haberlo visto jugar una vez más. Y nunca son suficientes.
El francés es muy probablemente el futbolista más especial de nuestro campeonato. Es un creador en estado de gracia que se alimenta de su propia inspiración. Un jugador de culto que aterrizó en La Liga un poco de soslayo pero que ahora mismo constituye una de sus figuras más rutilantes, sino la que más en las últimas semanas entre su estratosférico nivel y la ausencia por lesión de su compatriota Benzema. Una dimensión de futbolista que, con esta magnitud tan elevada y global, este grado de suficiencia y de “producto acabado” y este contexto que le confiere la etiqueta de mejor entre los mejores, de elegido, de uno entre un millón, de me sobran dedos en una mano, probablemente el Betis no haya tenido nunca antes.
Y tampoco eso, aunque parezca imposible, es lo más importante, atractivo o destacable de Nabil Fekir. Decía Borges que “la belleza es ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica”. Tampoco lo hacen las estadísticas ni los resultados como tal, en el caso del ‘8’ verdiblanco. Ni lo hará la historia. La esfera de Fekir orbita en torno a un planeta llamado “amor por el juego”, amor por la parte más lúdica del mismo, por la parte más exhibicionista de lo extraordinario de sus destrezas, orbita en torno a lo bonito que es verlo jugar, verlo actuar, verlo crear, verlo inventar, verlo intentar, verlo conseguir, verlo triunfar.
No será la más grande ni la más constante, pero desde aquí abajo, en estas todavía largas noches de invierno, en esta época en la que en Sevilla las últimas naranjas por caer se encuentran de forma casi casual con los primeros brotes de azahar —tal y como se encontraron Fekir y el Betis en su momento—, su fulgor variable pero incandescente, su luz finita pero deslumbrante lo convierten en la estrella que más brilla del firmamento de La Liga.
Imagen de cabecera: Real Betis Balompié
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