Joan Francesc Ferrer Sicilia ‘Rubi’ llegó al Benito Villamarín el pasado verano con la lección bien aprendida y con una misión clara: erigirse en el antagonista perfecto en todas las cuestiones por las que la afición verdiblanca había invitado a marcharse al anterior inquilino del banquillo en repetidas y manifiestas ocasiones —sucesión de pases supuestamente insulsos debido a su falta de verticalidad, un discurso sin grandes apelaciones a las ganas de ganar, a los esfuerzos físicos y al orgullo que supone lucir el escudo bético en el pecho en cada partido y unos resultados acusados de estar muy por debajo del nivel de la plantilla que le habían puesto entre manos—.
Y podemos decir sin riesgo a equivocarnos que, después de haber llegado al club verdiblanco vestido con el traje de continuador de estilo pero con una actitud reformista desde lo táctico y con una voluntad de agradar a prueba de balas desde lo dialéctico en absoluto casual, Rubi ha cumplido con creces dos de sus tres objetivos. Salvo el que atañe a los resultados, claro, donde las comparaciones no pueden ser, en este punto de la trama, más odiosas en un cambio en el banquillo que se produjo, paradójicamente, para contentar a los más resultadistas. Un lío todo.
El Betis 2019/20 ha dilapidado la salida de balón de tres centrales con la que asentaba su dominio desde atrás y con la que controlaba buena parte de los contextos a los que debía enfrentarse. Sin ella ha extirpado también la mayor parte de su orden, su potencial y su capacidad defensiva a través del balón. Ha sido incapaz, además, de encontrar una vía alternativa para erigir su mando desde cualquier otra altura o cariz, de hallar las respuestas —salvo en momentos muy puntuales en algún que otro encuentro— a través del manejo del balón a las preguntas que cualquier estructura defensiva bien organizada te plantea. Incapaz de escalonarse con sentido para avanzar o de fomentar la sociedad directa entre sus dos mejores jugadores en zonas verdaderamente dañinas para el rival, de acercarlos a la generación de situaciones de gol, donde su talento está sobradamente capacitado para imponerse, y ni siquiera ha contribuido a que sus recepciones se produjesen en campo contrario y no en el propio.
La consecuencia, en definitiva, ha sido un equipo sin cualidades tácticas aparentes, inconexo entre sus líneas y en la relación socio-afectiva de sus jugadores sobre el campo, acelerado desde sus primeras decisiones en la maniobra ofensiva, con una intención excesivamente vertical y exterior que no casa con sus mejores hombres y que es, más bien, totalmente incoherente con ellos. Una vocación de profundidad entendida desde el posicionamiento alto y no desde el hecho de buscar a los cercanos y avanzar juntos a través de la asociación, de asentar las posesiones, de la circulación del balón y de las progresiones. Un equipo incapaz de recordar la última vez que ejecutó un inicio pulido en el que consiguiera filtrar un balón raso al otro lado de la medular y a la espalda de los mediocentros rivales por el carril central. Ni el equipo ni nadie, vaya.
El Betis de Rubi ha sido un conjunto larguísimo, de una producción ofensiva eminentemente individual, poco cohesionado y competitivo, que solo ha sido capaz de exhibir a su campeón del mundo como si de un trofeo en una vitrina se tratara, incapaz de darle el contexto para brillar desde el sistema. Sin aptitudes ni actitudes visibles para corregirse, empecinado en sus amorfas formas, vaciado de fútbol en su centro del campo y con la única excusa plausible de la ausencia de un perfil especialista en las dotes organizativas y de cubrimiento de los espacios típicas de un pivote defensivo. Un equipo que ha caído una y otra vez, sin excepción, en su propia trampa, contribuyendo él mismo al éxito de cualquier planteamiento que tuviese enfrente y fomentando la adaptabilidad de sus rivales al propio juego de los béticos.
Desde el primer día, su Betis ha pretendido manejarse en el ida y vuelta permanente sin tener la pegada necesaria, sin saber cómo suministrar a su delantero centro de una manera continuada y sin saber cómo involucrar sus movimientos en el juego colectivo y sin estar preparado para imponerse en la transición defensiva debido a una gran distancia entre sus líneas y a la cantidad de inseguridades sistémicas que han hecho caer varios escalones el nivel de cada uno de sus protagonistas defensivos. Salvo el de Álex Moreno, caracterizado básicamente por su nervio, que ha sido el único del plantel al que Rubi ha logrado hacer destacar y elevar su rendimiento a través de su idea de juego, lo cual ya es tremendamente significativo de casi todo lo demás en una nómina de futbolistas integrada por Nabil Fekir, Joaquín Sánchez, Sergio Canales, Carles Aleñà, William Carvalho o por defensores especializados en ejecutar una salida de pelota de primerísimo nivel como Aïssa Mandi, Marc Bartra, Zouhair Feddal o Sidnei Rechel.
El título, que tanto exigían algunos —como si el Betis hubiese aspirado a gran cantidad de ellos durante las últimas campañas a excepción, curiosamente, de la inmediatamente anterior a esta— ya está aquí: es el equipo peor optimizado de toda La Liga. Y tres meses de parón forzoso después nadie ha podido arrebatarle ese particular trofeo y esa egregia condición, que debería lucir a modo de parche, como hace el campeón de Italia con el Scudetto, en la camiseta de la próxima campaña a modo de recordatorio. Por si alguien vuelve a olvidarse de lo que sucedía por estos lares con anterioridad, o quiere recordar algo de lo que ha sucedido en este curso con una visión de conjunto de tintes positivos —que haberlos, haylos— o se lanza a elucubrar una equiparación igual de negativa, que sería tan maquiavélica como alucinada, con el Betis del ciclo 2017-2019, un equipo, por cierto, infinitamente mejor que este, aun con todos sus defectos.
El Betis de Rubi ha supuesto un año perdido para el club. Y no solo por los resultados. De hecho, estos han sido, por segunda temporada consecutiva, lo menos importante de todo.
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