Nuestra relación es sana, al menos hasta este momento. Aunque a veces me haya planteado abandonarte o existan algunas particularidades accidentales que me alejen algunos días de ti. Aunque a veces hablemos de una relación de amor-odio. ¿Qué más da? Eso está de moda ahora, ¿no? Un día te quiero como si se me fuese la vida en ello, al otro no quiero tenerte cerca. Aunque lo segundo, se me pase muy rápido. Unos míseros instantes y vuelvo a pensar que todo eso que me das, es mucho más de lo que a veces me quitas.
No recuerdo en qué día comenzamos. No soy muy de marcar las fechas en el calendario, nunca me ha gustado. Sin embargo soy de las que recuerda cada momento, cada regalo en forma de experiencia, cada vivencia con la que me has ayudado y me has hecho crecer. Al final estamos hechos de eso, de restos de un ayer con ganas de ser hoy. En presente. Soy de las que prefiere vivir el día a día, sin pensar en el mañana, aunque eso sí, marcando un rumbo fijo. Sabiendo qué pasos tengo que dar para acercarme a mi objetivo y cuáles son los que me alejan de él. Pero siempre pensando en este preciso instante y en qué puedo hacer hoy, aquí, ahora mismo.
El día que elegí vivir bajo los tres palos, bajo tu arco, a tus pies… Ese día fue, aunque yo no lo sepa, el mejor de mi vida. Ese día todo cambió. El destino quiso que mi vida transcurriera en el área de meta. La portería y yo. Yo y la portería. Y el tercero en discordia: el balón. No todo tenía que salir bien, ¿no?
De forma inconsciente elegí la mejor manera de vivir el fútbol. Desde una perspectiva distinta, pero sin duda alguna, la más atrevida. Los palos y los porteros siempre nos hemos llevado bien, ayudándonos mutuamente en evitar que un gol perfore la red. Aunque a veces no tanto; hay días que no están por la labor. Y es entonces cuando el balón se convierte en tu peor enemigo. Cuando no quieres volver la vista atrás, porque no podemos rebobinar en el tiempo. No podemos eludir que ese gol suba al marcador. Y tenemos que continuar como si nada hubiera pasado, aunque esa sea la sensación más ingrata que podamos vivir en el campo: el balón cruzando la línea y chocando contra la red, dándote de bruces un golpe de realidad.
Ser portera es un modo de vida, una forma distinta en la que ver las cosas. Ser porteras es celebrar los goles en soledad, es localizar cada día el punto exacto donde tu mano se encuentra con el balón, es saber que puedes ser heroína y a veces también villana. Ser portera es vivir en la frontera de la euforia y el desastre. Es un querer y a veces no poder. Ser portera implica jugarte todas tus cartas aunque a veces no sepas si con ellas ganarás la partida.
Ser portera no entiende de límites, porque siempre tenemos como objetivo volar hacia todos nuestros sueños.
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