Cuando estudiaba, un docente apasionado nos compartió en su primera clase una frase de Oscar Wilde: “No hay una segunda oportunidad para una primera impresión”. Nunca dejé de tenerla presente. Me quedé con esas palabras como si fueran un mandamiento que se había de cumplir encarecidamente. Se supone que la primera impresión es una exposición innegociable. Está presente cuando acudes a una entrevista de trabajo o en una primera cita, escoges ese color que más te favorece y la mejor de tus sonrisas. Y no solo ocurre en las relaciones interpersonales. También cuando acaricias la portada de un libro que estás a punto de comprar, cuando un tráiler te encandila y te recluta en el sofá para devorar las temporadas de esa extensa serie. Cuando el primer sabor de un helado, con el cometido de mitigar el calor, te hace saber que el verano ya está entrando con fuerza por la ranura de la puerta como un mensaje desvelador. Han causado su primer impacto.
Esa evaluación instantánea tiene un poco de nuestro instinto y mucho de nuestra personalidad. ¿Podría decirse que hace un poco de trampas con eso de ser justa? En el fútbol nos pasa bastante de eso. La primera vez de un jugador al que no le salen las cosas, o la de aquel que apuntaba llegar tan lejos y se quedó a medio camino. Esa primera impresión puede quedar rota en pedazos con el transcurso del tiempo, aunque la vida se empeñe en darle tanta importancia. Si buscamos aquella inicial sensación que dejó Ronald Araujo en el terreno de juego al debutar con el primer equipo, estaría acompañada de condicionantes. Lo hizo el 6 de octubre de 2019 de la mano de Ernesto Valverde frente al Sevilla, sustituyendo a Todibo. No llegó a disputar ni quince minutos. Mateu Lahoz le mostró la roja directa tras un forcejeo con Chicharito Hernández, que ocasionó la polémica y dos expulsiones. Cosas chingonas. No fue titular hasta junio de 2020 ante el Mallorca. Le pasó de manera más exagerada al mismísimo Leo Messi con Argentina, con un debut que duró un santiamén. Markus Merk le hizo ver la roja cuando interpretó una agresión del rosarino a Vilmos Vanczák. Ni siquiera duró un minuto en el césped. Un instante diminuto, frágil, fugaz. El resto de la historia, la sabemos de sobras.
Probablemente, en aquellos breves instantes de sentencia, pocos advirtieron sobre un futuro que se escribiría con la indudable presencia del central uruguayo. El contexto, el tiempo y la oportunidad le dieron la posibilidad de exhibir su crecimiento y de posicionarse como una pieza fija que dejó de ser una alternativa. Cuando todo resultaba pusilánime en Can Barça, su alma trataba de romper el muro de la desgana. Un hambre feroz, una actitud madura entre la inexperiencia, una mentalidad capacitada para paliar sus propias debilidades. De gran despliegue físico, aterrador en cada duelo, extremadamente veloz para los que buscan una escapatoria, rígidamente disciplinado en las anticipaciones y correcciones. Un guion que se escribe con coraje, garra y corazón. Que celebra cada saque de banda a favor como una propia victoria indiscutible. Un ADN que debilita al rival, provocándole angustia y desconsuelo.
En un proceso transitorio y con un gran estado de forma, Gerard Piqué acompaña a las mil maravillas; siendo esa pieza que encaja a la perfección con sus aprendices. El Barça quiere mirar al mañana con una pareja de baile que se complemente y no se pise los pies. Araujo ha pasado a presentar una firme candidatura para ser pilar de la zaga en tiempos venideros. Cada rezo lleva en las plegarias que las lesiones no aticen sus piernas, porque su necesidad es obvia e indiscutible. Ya casi nadie recuerda esa primera vez. Siempre hay alguien dispuesto a echar todo abajo, a desmontar toda creencia, a recordarnos que hay juicios que resultan superfluos. Alguien idóneo para decirnos que no hay nada más decisivo que la constancia y el crecimiento para convencer. Aunque nuestro cerebro siga desatado en esos segundos que configuran cada primera impresión.
Imagen de cabecera: FC Barcelona