Al Sevilla FC le falta rumbo. Y esto se traslada en el césped: parece haber ausencia de claridad en sus acciones. Pero este martes le sobró algo que había escaseado durante meses: alma. No fue un gran partido, ni mucho menos. Fue uno de esos encuentros que se olvidan pronto, salvo por el resultado, que te da la vida. Una victoria que no fue brillante ni embriagadora, pero sí justa y necesaria. Y en esta temporada maldita, un 1-0 ante Las Palmas sabe a tregua, a alivio, a bocanada de aire limpio en medio del polvo.
El gol de Álvaro García Pascual valió tres puntos y un mensaje de esperanza. Rompió la monotonía de un partido espeso, sin ritmo ni clarividencia. Dejó al equipo muy cerca de una permanencia que aún no es matemática, pero que ya se siente al alcance. Habrá que esperar al Villarreal–Leganés para hacer cuentas, pero Nervión ya respira algo más tranquilo.
El Ramón Sánchez-Pizjuán volvió a ser ese lugar donde la afición sevillista canta con el alma y protesta con el corazón. Durante noventa minutos, el aliento no se detuvo. Sin embargo, tras el pitido final, las voces se alzaron contra un Consejo de Administración cada vez más distanciado del sentir popular. Y entre esos dos extremos, la figura de Joaquín Caparrós emerge con una dignidad que trasciende el cargo. El utrerano, más símbolo que técnico, ha conseguido reconectar al equipo con el valor de priorizar lo colectivo. Con ese viejo espíritu sevillista de apretar los dientes cuando falta el fútbol.
No fue un buen partido. El centro del campo sigue huérfano de ideas, los errores se repiten como un eco, y los delanteros continúan reñidos con el gol. Pero por momentos, el equipo pareció reconocerse, aunque fuera en los gestos y en el empuje final. Y en este momento del calendario, con el abismo de Segunda acechando, eso es mucho decir. La salvación aún no está sellada, pero ya se puede oler en el aire. Bastará con un tropiezo del Leganés en La Cerámica para que den las matemáticas. Sino, seguirá dependiendo de sí mismo.