Anoche, no hubo goles en La Cerámica, pero sí conversación de fútbol. De las que se dan entre dos entrenadores que llevan años cruzándose y midiéndose desde la pizarra y desde el respeto. Ernesto Valverde y Marcelino García Toral son maestros del matiz. Creadores de ideas que trasladan del cerebro al césped con precisión. Esta vez con un incentivo extra: los puestos de Champions.
Ellos apuestan por el trabajo silencioso. El de entrenar principios y no trucos. El de repetir movimientos hasta que los jugadores se convierten en intérpretes de los propios automatismos. Dialogan dos formas de entender el juego desde la honestidad táctica y la exigencia.
Marcelino apostó por su clásico 4-4-2, con un bloque medio-alto muy trabajado, que en la primera parte secó casi por completo al Athletic. El Villarreal se mostró sólido, con una presión tras pérdida ejemplar, y una movilidad ofensiva que creó desequilibrio por dentro y por fuera. El conjunto groguet se sentía muy cómodo con el balón. Faltó el gol, pero no intención ni plan.
Valverde, más condicionado por el calendario y con la mente en Europa, no renunció a su 4-2-3-1, aunque le costó fluir. El centro del campo no logró imponerse en el primer tramo y su equipo sufrió para tener el balón y avanzar. A partir del descanso, y sobre todo tras los cambios y la expulsión de Gueye, encontró espacios más nítidos para llegar. Las transiciones rápidas, marca de la casa, no aparecieron hasta muy tarde, y es que a los hermanos Williams les costó encontrar oxígeno en campo rival.
Ambos técnicos ajustaron sus planes sobre la marcha. Marcelino fue ambicioso, incluso con uno menos. No se refugió. Valverde leyó el contexto con calma, dosificando riesgos. Dos entrenadores que creen en lo que hacen y que lo transmiten en cada partido. También dos líderes que consiguen que sus equipos hablen de su fútbol.
Un partido sin goles. Pero lleno de sentido.