Cada vez se lee menos. Una afirmación aplastante que azota a los autores que hacen un pacto con las letras en una hoja en blanco a través de una dura negociación que, una vez expuesta, puede recibir más críticas que halagos. Tinder no dice lo mismo, puesto que el interés en la lectura en las bios de los miembros de esta plataforma ha incrementado. No sabemos si todo lo que uno pone en su perfil es una certeza. Si tuviéramos que guiarnos por el relato de la serie ‘Citas Barcelona’, nos induciría, como mínimo, a sospechar. Lo que sí sabemos es que leer no es está en las contraindicaciones del prospecto y que, más bien, la lectura puede resultar en muchas ocasiones un analgésico que alivia. Paliativo para combatir las tristezas, la ansiedad o el estrés, una expansión del vocabulario o la invitación a estimular nuestra imaginación. No es poca cosa.
En el deporte, las letras tienen un rol significativo. Escritura formal, alabadora, canalla o poética. Acompañan los acontecimientos con el propósito de expandir su tiempo de vida. Alargar un pase, un salto o una brazada. Ellas permiten renacer una y otra vez aquello que ya sucedió. “Lo marqué un poco con la cabeza y un poco con la mano de Dios” dijo entonces Maradona para bautizar aquel gol frente a Inglaterra en los cuartos de final de México 86. Nos describen las voleas imposibles de Marco Van Basten o Zinedine Zidane. Narran la obra de arte del slalom inolvidable de Messi frente al Getafe o sus desafíos a las leyes de la gravedad. Tienen la tinta de la adrenalina de Michael Jordan con su ‘The Last Shot’, un tiro inmortal.
Atesoran el silencio, aquel que escuchó Iniesta en Sudáfrica. Nuestra mente puede impulsarse y volar como Duplantis, retándose a sí mismo. De la perfección de Nadia Comaneci al brillo en el tapiz de Simone Biles. Expresan la valentía de la revolución de unas futbolistas que quieren dejar el fútbol en un lugar mejor del que lo encontraron. O el poder del deporte; Nelson Mandela y el rugby fueron capaces de unir un país dividido. Hacen brillar el balón de oro de Ada Hegerberg, el primero en manos de una mujer. Emocionan como las lágrimas de Rafa Nadal y Roger Federer, manifestando una de las mayores historias de respeto y compañerismo que hemos visto en el deporte. Podemos devorar letras a toda leche, como Usain Bolt, o fluir con ellas, como lo hacía Michael Phelps en la piscina. Ya lo decía Bruce Lee, leyenda de las artes marciales: “Be water, my friend”.
«El fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes». Valdano o Sacchi. Ni en esas nos ponemos de acuerdo. Escribir y que te lean es una de las cosas más difíciles de las cosas menos fáciles. Escoger un titular se convierte en un sesudo ejercicio de seducción. A ver si con esas, alguien se anima. Así vive el que escribe, alcanzando ideas con un cazamariposas y con pocas recompensas. Las muy jodidas ni siquiera te dan la satisfacción de aparecer en el momento adecuado, frente a esa tímida hoja en blanco. Una idea puede escurrirse mientras te frotas con jabón y se cuela junto a la espuma por el sumidero. No hay manera de recuperarla. Pueden aparecer entre sueño y sueño, puede que tengas que encender de nuevo el smartphone una vez acostado para abrir la aplicación de notas donde se suman decenas de frases que no congenian entre sí. Generar un debate para ponerlas de acuerdo. Lee, aunque sea por compasión. Las letras no muerden. A ver si Tinder va a tener razón.