Roberto Mancini había mostrado felicidad durante toda su etapa como entrenador. O eso pensábamos; porque si alguna vez la cuajó pareció disiparse aquel 11 de mayo de 2013 en Wembley. Así funciona ese templo, tuvo que pensar, agarrado a ese síntoma de absoluta desobediencia a cualquier cosa que se asemeje a lo lógico. La historia del Wigan que ganó la FA Cup no puede poseer un inicio, un nudo y un desenlace porque era igual de normal que un cerdo volando. Hasta que en este deporte lo ves. Y ya te lo crees todo.
Detrás de aquella amalgama de emociones estaba un entrenador distinto, acreedor de un estilo que le ha llevado a ser seleccionador de Bélgica. Su trayectoria como futbolista no estuvo llena de grandes éxitos, de partidos que le llevan a uno al olimpo. Roberto Martínez, tras una carrera encharcada en el barro de las categorías del fútbol inglés, en unos años en los que, sin exagerar, el balón pasaba más por el cielo que por el suelo, había decidido firmar por el Wigan Athletic cuatro años antes. No fue una decisión sencilla: dejaba a un Swansea al que le había puesto su sello, que le gustaba jugarlo todo desde atrás y que lo había llevado al Championship. El catalán no distaba nada de lo que es en la actualidad. Era un técnico diferente, insistente con tener el balón y que tenía tics que dejaban a muchos alucinados. Por ejemplo, al haber pocos suplentes en los partidos de League One -solo se permitían cinco-, no convocaba a un segundo portero.
Por ello, su marcha a la Premier League molestó. Quizás fue ahí donde se dio cuenta que esto había cambiado para siempre. Ya no había vuelta atrás. Martínez, según los aficionados galeses, se convirtió en Judas y él ya no era ese tipo apacible para todos. Cuando algunos te empiezan a odiar, significa que te respetan. Él siempre se había mostrado crítico con los futbolistas que querían estar en una categoría mejor. Hasta que le llegó la oportunidad. Sin embargo, más allá de su llegada a lo más alto, el estilo nunca cambió. Durante cuatros años los latics cuajaron el mismo fútbol, intercambiando la defensa de cinco hasta un sinfín de diferentes planteamientos tácticos. Fue en la 12-13 cuando de verdad se empezó a creer en ese milagro de ganar algo. Aunque eso significara, con las vistas puestas en el champán y la inmortalidad, un duro descenso.
Los sorteos de FA Cup siempre son raros. Se mezcla la tensión y las ganas; el querer saberlo y, a la vez, el deseo de apagar esos streamings que se cortan, que a veces te provocan una sucesión de pequeños infartos. Los de Martínez se encomendaron a la suerte. Ahí es cuando te enganchas, cuando vas pasando rondas hasta encontrarte en un lugar en el que empiezas a ver las luces de Wembley cerca. Y allí ya no puedes reservarte. Eliminaron al Bournemouth, necesitando un replay, al Macclesfield y al Huddersfield para llegar a cuartos de final. Ese estadio, donde todos los que hemos perseguido un balón hemos anhelado jugar, estaba a 90 minutos.
El Wigan visitó un Goodison Park ávido de triunfos, con esa sensación altanera que le producía ver un cuadro en el que los grandes se eliminaban entre ellos. Y los toffees suspiraban por títulos. Hasta que se presentó un aluvión de fútbol que les dejó tiritando. Hubo música de viento para David Moyes, que ya preparaba las maletas para irse al Manchester United; único lugar donde levantó un título ante, precisamente, el Wigan. Pero esa es otra historia. Los de Martínez habían arrasado a los locales 0-3 y se iban a jugar el pase a la final ante otro conjunto de categoría inferior: el Millwall. Los londinenses no fueron rival para los latics ante más de 60.000 personas, con un 0-2 incontestable. El Wigan iba a jugar la final ante el Manchester City.
Era una final muy desigualada. Los de Mancini tenían, pese a su tremendo nivel, un único plan: un buen sistema defensivo y que los de arriba hicieran la suya. Su homónimo era lo contrario: necesitaba tocar diferentes teclas y cambiar formaciones y futbolistas sin parar. El descenso acechaba por detrás de muy malas maneras, pero no había tiempo para pensar en ello. Pardiez, repito, era Wembley. Y la FA Cup ya la podían tocar. Callum McManaman y Arouna Koné, desde el minuto uno, volvieron loca a la defensa cityzen. El inglés, que solo jugó dos temporadas más en la máxima categoría, se erigió como el mejor futbolista de esa final. Si algo de su carrera no se le puede achacar al menudo extremo es que no lo parara nunca de intentar, pero es que aquella tarde no solo contaba con ello: es que estaba muy inspirado. Mientras las musas le alimentaban forzó la expulsión de Pablo Zabaleta. Masticaron los de Martínez el encuentro con las buenas paradas de Joel Robles y con los contragolpes de sus rápidos atacantes. Hasta que llegó la felicidad. Aquel entrenador que nunca le quiso hacer demasiado caso a la estrategia porque le interesaba más la salida de balón, la presión u otros quehaceres balompédicos; se encomendó a un espléndido centro de McManaman a la salida de un córner. Ben Watson, que acababa de entrar, la introdujo en la portería de Joe Hart. Increíble.
El Wigan ganó su primer y único título hasta la fecha. Cerraba un círculo que nunca más iba a tocar. Descendió tres días más tarde y desde ahí no ha vuelto a pisar la máxima categoría. Martínez fichó por el Everton y dejó a los latics disputando una Europa League en la que cayeron, jugando en Championship, en la fase de grupos. Pese a ello, algo remoto había vuelto a ocurrir. Ya lo decía la cara de Mancini. Era un momento que ya no lo íbamos a olvidar jamás porque siempre hay una primera vez. Incluso para el Wigan Athletic.
Martorell (Barcelona), 1996. Periodista freelance. Amante del fútbol y loco por la Premier League. En mis ratos libres intento practicarlo.
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