Europa,
diosa del fútbol, la
musa
de las estrellas más valiosas del mercado. Donde reinan los balones
de oro y donde todos sueñan jugar. Repleta de talento y belleza.
En
Roma, territorio europeo, puedes sentir la magia de su historia,
encontrar monumentos en cada esquina, comer pizza con las manos,
mancharte los
labios de
helado de Stracciatella,
detener el tiempo mientras te sientas en la
infinita escalinata de piazza Spagna, pedir
deseos en la Fontana di Trevi, pasear
por las calles de Trastevere bajo la luz de la luna, o subir a sus
alturas para sentir el poder del cielo a tus espaldas. Sin embargo,
el escenario perfecto para el romanticismo se convirtió en la
atmósfera de un auténtico filme de terror para el Barcelona. El
guion, inesperado, ya es conocido por todos. El imperio romano se
impuso desde
el primer minuto a
base de creencia. Kolarov, De Rossi y Dzeko lideraron a un conjunto
que, a priori, no llegaba con la etiqueta de favorito. Di Francesco
creía en los milagros, y los transformó en realidad. Las luces de
la bella Roma se apagaron para un oscuro Barcelona que,
sorprendentemente, desarrolló una de sus peores actuaciones en el
día más decisivo hasta la fecha.
El
desastre del conjunto azulgrana no es fácil de describir. Todo el
mundo trata de hallar una explicación y un culpable tras ella. Sin
embargo, son varios los factores que juegan ante lo que fue evidente:
imprecisión, debilidad defensiva y una carencia de intensidad. La
sensación de conservar el resultado y los cambios cuestionados son
aquellas causas que han puesto en duda, en boca de muchos, el acierto
de un entrenador que ha logrado igualar el récord histórico de
imbatibilidad en liga. Que sea justo, ya es otra cosa.
Una
vez más, la seducción europea quedó en nada. Lo que el Barça fue
para Europa sigue desvaneciéndose entre grandes nombres y viejos
conocidos. Por tercer año consecutivo, la misma barrera que impide alcanzar las semifinales en la competición reina. La planificación expone un pinchazo
físico en los picos donde el rendimiento es más exigente, y aquí
reside un elemento clave para sumar más o menos títulos. Las
rotaciones son método para dar con el equilibrio necesario, pero la
exigencia de no fallar en ninguna competición hace que ésta, a
veces, no sea decisión segura para quien debe tomarla. De este modo
son varios los jugadores, entre ellos diversas piezas decisivas, que
suman un exhaustivo cúmulo de minutos. A pesar de la gran temporada
que han firmado algunos jugadores, el Barça siempre estuvo cogido a
la cuerda de Messi, y ésta a veces se tensa tanto que alguna vez se
rompe.
Para
más desconsuelo, Iniesta dejó entrever que ese podía haber sido su
último partido en Champions. Una última actuación con sabor amargo
para alguien que se ha ganado el derecho a decidir y a que su futuro
sea respetado, aunque éste sea opuesto al sentimiento de la grada
azulgrana.
Durante
la temporada se ha manifestado que el conjunto de Ernesto Valverde no
brilla. La afición se ha acoplado a un Barcelona más pragmático,
sólido y compacto. El murmullo de dejar de enamorar se silenció
poco a poco, a base de victorias. El desacuerdo vuelve, cuando las
derrotas dolorosas recuerdan que había algo por lo que quejarse. El
Txingurri tiene ahora la compleja tarea de levantar los ánimos de un
vestuario que está tocado, como ya hiciera tras un movido verano. Y
la afición el cometido de olvidar tan pronto como sea posible. Al
frente, una final de Copa y siete partidos de Liga. El reto no es
minúsculo, aunque la decepción trate de hacerlo ver así.
La
exigencia de ganarlo todo rompe con el romanticismo y el valor. Soñar
en grande implica esto, y la imposición del triunfo hace tropezar
con el desengaño. Una y otra vez, el fútbol duele. Provoca heridas
y anhela cicatrices para cerrarlas. El querer por Europa terminó en
Roma, en un escenario antagónico, y como en cualquier verdadera
historia de amor, se trata de volver a conquistarla. El desamor, la
negación, la culpa y la aceptación. El fútbol.
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