Pocas transiciones son tan antinaturales como la que transita desde el deporte de élite a la élite de la cocina. Aunque ambos mundos están enormemente interconectados, pues la alimentación cada vez es más importante en los atletas, mientras que la competitividad del día a día es manifiesta por atraer clientes en los restaurantes.
Aun más, la complicación añade estribaciones si has demostrado poder estar arriba en los dos mundos, con campeonatos de España en un lado de la vitrina y participaciones rozando el éxito en el considerado Mundial de los fogones: el Bocuse D’Or.
El espíritu competitivo existe en la gastronomía en mayor o menor medida, derivado de la aspiración de crecimiento, de invención continua, de búsqueda de reconocimiento y de evolución en aquello que se presenta a diario en las mesas.
Sin embargo, pocos chefs son capaces de aplicar lo aprendido en una vida anterior a su día a día entre fuegos y sartenes. Y, seguramente, haber tenido que rebajar décimas, enfrentarse a rivales igualmente preparados y saltar obstáculos (en este caso físicos, como las vallas) hace de Carlos Julián un perfil casi único. Porque la mayoría de quienes ahora corren maratones o preparan triatlones lo han hecho a posteriori. Pero él ya lo había vivido en la primera de sus vidas.
El valenciano dirige desde hace un lustro los fuegos del Restaurante Ampar, en el edificio del Hotel Hospes Palau del Mar. Donde, para ponernos en situación, se alojan entre otros equipos como el Real Madrid cuando visitan la capital del Turia. Pero su trayectoria comenzó 10 años más atrás, cuando una lesión le apartó de la alta competición en el atletismo.
El mismo número de años, 15, constituyeron la primera parte de su existencia, formando parte del histórico equipo Valencia, Terra i Mar y adjudicándose tres certámenes nacionales bajo un uniforme muy alejado de las chaquetillas negras que hoy viste.
Dar de comer a 2.000 personas al mes podría considerarse un éxito, y en realidad lo es. Pero en el mundo gastro a veces se premian las apuestas más minimalistas y es quizá por ello que los reconocimientos (oficiales, no palatales) todavía no parecen haber llegado.
Pero pese a ello el espíritu de Carlos sigue mirando a la competición. Y la mayor es aquella que cada dos años reúne a los referentes culinarios de todo el planeta para determinar qué país se lleva el trofeo, al más puro estilo Campeonato del Mundo.
Su rastro de trofeos ya le ha dado un Madrid Fusión en 2016 y un establecimiento de Cinco Estrellas en la tercera capital del país. Pero la mirada, como cuando se colocaba en sus marcas, mira hacia el final de la pista. El que le lleve a convertirse en el primero en llevar a España al pódium del Bocuse D’Or. Y a volver a hacer historia sin hacer ruido. Como a él le gusta.