27 de febrero del año 2000. En el Memorial Coliseum de Los Ángeles están por salir las dos selecciones finalistas de la Copa Oro de dicho año. Es un momento histórico para el fútbol de la CONCACAF ya que, por primera -y de momento única- vez no harán acto de presencia los dos colosos continentales, México y el local, Estados Unidos. Sí estará una de las invitadas de aquella edición, Colombia (no solo en la Copa América se daba lugar a los seleccionados de otras confederaciones), pero su rival no será el tercer grande en discordia, Costa Rica. Ni siquiera países que estuvieron o estarían en Copas Mundiales como Trinidad y Tobago, El Salvador, Honduras, Panamá o Haití. No, el equipo que enfrentará a la selección cafetera en aquel invierno sería Canadá.
El país norteño no poseía en aquellos momentos una historia tan rica en logros como tantos otros seleccionados de la CONCACAF, aunque eso no quita que el fútbol haya llegado a aquellos pagos de manera muy temprana (ya para antes de 1880 se disputaban partidos en la zona). Incluso ya tenían un título, como lo era la vieja Championship de la confederación en 1985, mismo que le dio el histórico boleto para el Mundial de México un año después, donde perderían los tres partidos de la zona, pero siempre dando batalla.
Sin embargo, la historia más reciente mostraba solamente decepciones para los muchachos de la hoja de maple. La Gold Cup se creó en 1991 y antes del 2000 se habían disputado cuatro ediciones (1991, 1993, 1996 y 1998), en las cuales Canadá se quedó afuera en la primera ronda en las primeras tres y ni siquiera se clasificó para la última entrega. Pero en el inicio del milenio todo cambió para bien.
El entrenador alemán Holger Osieck se encontró con un buen grupo de jugadores con los cuales trabajar, como lo eran Craig Forrest (West Ham), Tony Menezes (Botafogo), Jason de Vos (Dundee United), Paul Stalieri (Werder Bremen) y el héroe de esta historia, Giancarlo Michele Corazzin. Claro está que nadie se esperaba que ocurriera el milagro que acontecería aquel 27 de febrero.
Nacido en la Navidad de 1971 -uno de los mejores regalos que pudo haber recibido el pueblo futbolero canadiense, sin dudas-, el hombre de raíces italianas no tuvo una de esas carreras memorables como si tuvieron quizás otros genios de su patria como Dwayne de Rosario o Julian de Guzman (o más recientemente Alphonso Davies). Sus pasos más recordados los dio en el infrafútbol inglés, jugando en clubes como Cambridge United, Plymouth Argyle, Northampton Town u Oxford Athletic. Era un delantero con números más que aceptables, aunque tampoco era alguien que lograra destacar sobre el resto. Sin embargo, durante unas semanas los dioses del balón decidieron darle a ese atacante de rendimientos aceptables la posibilidad de destacarse por sobre cracks de talla mundial.
Carlo ya había sido clave en la clasificación canadiense para el torneo, anotándole un tanto a El Salvador y dos a Haití. Luego, en el inicio de la fase de grupos se transformaría en el héroe del partido ante Costa Rica, marcando en los minutos 19 (de penal) y 57 para conseguir un empate a dos que terminaría siendo sumamente importante, ya que tras un 0-0 en el segundo encuentro ante Corea del Sur las posiciones finales marcaron que los tres equipos de la zona habían igualado todos sus partidos, por lo que estaban empatados en puntos. Pero mientras que los ticos habían finalizado la etapa con 4 goles a favor e igual número de goles anotados en contra, canadienses y coreanos solo tenían un récord de 2-2, por lo que fue una moneda de darle el pase el paraíso o un lugar en el infierno a los competidores, siendo la selección americana la beneficiada.
Pasar a cuartos de final ya era todo un logro para Canadá, teniendo en cuenta, como mencionamos, que en sus presentaciones anteriores no había podido atravesar la fase de grupos. Aquel era un torneo que contaba con conjuntos sumamente fuertes, como los propios ticos, los dos gigantes de la CONCACAF, la Jamaica que había logrado meterse en Francia 1998, Honduras y los sudamericanos Colombia y Perú. Los muchachos de blanco con vivos rojos -o viceversa, dependiendo del rival- apenas si superaban a Trinidad y Tobago en las quinielas previas.
El 20 de febrero tocaba viajar a San Diego para medirse nada menos que ante la México de Óscar Pérez, Claudio Suárez, Rafa Márquez, Gerardo Torrado y Francisco Palencia. Parecía el final del viaje, más cuando a los 35´ Jesús Ramírez marcó el primer tanto del encuentro. Pero no: nuestra leyenda anotó un enorme testarazo (tras un centro preciso de Martin Nash, el hermano menor de la superestrella de la NBA Steve) a los 83´para igualar la contienda y llevar todo al suplementario. Nadie lo podía creer. Los mexicanos se tiraron al piso como si una bala hubiera atravesado su pecho e incluso los canadienses no festejaron de manera efusiva, sino que apenas si levantaban las manos, sabiendo que nadie podía creérsela en aquellos instantes decisivos. Y luego llegó uno de los momentos más icónicos del torneo: una rápida contra a los dos minutos de iniciado el tiempo suplementario culminaría con un gran gol de Richard Hastings, lo cuál les daba el triunfo por 2-1 ya que todavía seguía vigente el gol de oro.
En semifinales Canadá venció a Trinidad y Tobago 1-0 (Mark Watson), para pasar a la final, donde esperaba una Colombia que puso en cancha a gente como Faustino Asprilla, Martín Zapata y Víctor Bonilla. Nadie lo sabía aún, pero en ese mediodía de invierno se escribiría una de las historias más grandes de la competición. De Vos convirtió el primer tanto de cabeza justo cuando se moría el primer tiempo. Los cafeteros intentaron la remontada pero la defensa resolvió bien todos los ataques. Sin embargo, ese 1-0 era insuficiente si querían tener tranquilidad, y esta la obtendrían luego de que le cometieran penal a Jeff Clarke. El encargado de patear ese disparo desde los 12 metros sería, por supuesto, el 9, que con la mente fría y la pierna fuerte destrozó la portería de un Diego Gómez que lejos estuvo de acertar el lugar del disparo.
Cuando el árbitro jamaiquino Peter Prendergast hizo sonar su silbato tras los 90 y pico de minutos que duró el pleito estalló la fanaticada local, más canadiense que nunca. Es verdad que ese día apenas fueron unas 7000 personas a ver un encuentro entre dos países que no eran los que la organización esperaba. Pero a ninguno le importó aquello. El público buscó a sus héroes para pasearlos en andas, y obviamente Corazzin no podía faltar en aquella procesión: sus cuatro goles no solo lo convirtieron en el máximo anotador del certamen, sino que también le posibilitaron entrar en el XI ideal del certamen junto a sus compañeros Forrest y de Vos.
Carlo, al final de su carrera, se convirtió en uno de los goleadores del seleccionado con 11 tantos en 59 partidos. Pero su mejor momento ocurrió justamente entre octubre de 1999 y febrero del 2000, cuando en total anotó siete tantos, los más importantes de su carrera. La vida del ítalocanadiense, como dijimos, no estuvo llena de lauros. No jugó en clubes importantes ni ganó grandes sumas de dinero. Pero, durante unos meses, llenó de felicidad a una gente más acostumbrada al puck que al balón. Y eso sigue teniendo un significado trascendental, incluso hoy en día. A veces, a los dioses del fútbol les gusta mofarse de los mortales, convirtiendo en leyenda a uno de los nuestros.
Imagen de cabecera: MIKE NELSON/AFP via Getty Images
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