El Athletic Club es el ‘nuevo’ Campeón de la Copa del Rey, esa es la noticia. Ernesto Valverde es el hombre y Bilbao se frota los ojos esperando ver a esa gabarra que surque de orgullo la ría. Este triunfo es una deuda histórica. Una liberación. Algo que sabíamos que se tenía que dar más pronto que tarde. Todo llega. Ningún club suspiró tanto y más por alzar este título. Es manido que el desear mucho algo no implica conseguirlo. De hecho, a menudo, cuanto más quieres más lejos estás de lograrlo. El anhelo a menudo es inversamente proporcional a la probabilidad. Puta vida.
La Copa tiene un color especial, atesorando una mística y atmósfera única que trasciende lo futbolístico desde el acertado cambio de formato. La gran final ya es algo social, cultural y casi folclórico. Son emociones y sentimientos, son familias, bufandas, banderas, sonrisas y lágrimas. En definitiva, fútbol sin procesar ni cortar.
Los que hemos tenido la gran suerte de estar en Sevilla estas 72 horas hemos presenciado algo histórico, y no tanto por un alirón copero suspendido 40 años. La enorme movilización vista ha sido algo que será glosado en 50 años. El mayor desplazamiento de la historia en un partido de fútbol español. Más de 70.000 personas acudieron en masa a una Sevilla bonita todo el año, y preciosa en abril. 40.000 de ellos sin entrada. Admirable.
Ayer, ya de madrugada, comparecía Valverde en rueda de prensa con una sonrisa como nunca se le vio en Barcelona. Fue claro como pocas veces antes: «Ganar este título no tiene comparación con ningún otro de los que he conquistado». El Athletic es casa. Hoy es patrón en Bilbao y en unos años será seleccionador. Ese parece el sino para un hombre tranquilo, infravalorado durante años y que a base de silencio y buen trabajo es hoy un referente. Justicia poética a costa de un Real Mallorca que merece otra columna, aunque solo sea para darles el valor y la dimensión que tiene lo conseguido.
Bilbao es Disneylandia ahora mismo y Sevilla se levanta haciéndose cruces aún por lo acontecido este fin de semana. En una terraza de Triana se preguntan si a partir de mañana ya dejarán de ser una pedanía de la capital vizcaína. Todo llega, al final es solo una cuestión de tiempo, aunque pasen 40 años.