No es fácil vivir con la soga al cuello. Algunos se acostumbran a sufrir, a estar siempre entre la vida y la muerte, la victoria y la derrota. A no salir nunca del precipicio. Para el que siempre está abajo, la experiencia es un grado. Sabes a lo que te enfrentas cada jornada, sabes que cada partido es una final y que si pierdes estás perdido.
El Huesca sabe lo que es eso, porque nunca había pisado Primera División y porque se ha pasado gran parte de la temporada en la última posición de la Liga. También el Rayo, colista en las últimas jornadas, convertido en un clásico de la zona baja, pero también de los que no se rinden hasta el final (desahuciados, lograron una heroica victoria ante el Real Madrid). Villarreal, Valladolid, Celta, Levante… todos habían coqueteado con el descenso de una forma u otra, todos menos el Girona de Eusebio Sacristán.
Al término de la jornada 34, el Girona caía en el José Zorrilla (1-0) ante un rival directo y se metía en puestos de descenso a Segunda por primera vez en toda la temporada. No fue una derrota cualquiera. Era la sexta consecutiva, la séptima en ocho partidos. Era algo impensable en febrero, cuando el cuadro catalán asaltó el Santiago Bernabéu. Todavía más impensable en la jornada 28, cuando el triunfo en Butarque (0-2) colocaba a +9 la antepenúltima plaza, ocupada entonces por el Celta. Impensable con un futbolista como Cristhian Stuani, autor de 18 goles (solo Messi, Benzema y Suárez han firmado más) o Portu (ocho tantos), la gran revelación de la pasada Liga.
“Hace varias jornadas estábamos en una situación muy buena, pero hemos ido perdiendo partidos y eso pesa. El Valladolid al venir de abajo y verlo más complicado se ha agarrado a eso y han encontrado el estímulo que necesitaban». Eusebio, pucelano (nacido en La Seca y jugador del Valladolid durante cinco temporadas en los ochenta), sucumbió en su casa y no dudó de que la clave estuvo en el estímulo del que carecía un Girona a la deriva. Pasó de asomarse a Europa a no pelear por nada y se dejó llevar. Demasiado. Solo quedaba una buena noticia: cinco días después tocaba reválida en casa, ante el Sevilla. Llevaba 11 partidos sin ganar en Montilivi y el equipo de Caparrós llegaba tras golear al Rayo (5-0) y con la oportunidad de alcanzar la cuarta plaza, en propiedad de un Getafe que poco después caería en Anoeta.
El estímulo necesario estaba ahí, ante sus ojos. El Girona debía demostrar que era el mismo equipo capaz de someter al Real Madrid o eliminar al Atlético en Copa, en un partido vital por la permanencia. Ahora tenía un propósito, y lo cumplió. Jugó mejor que un Sevilla apagado desde el pitido inicial hasta el final. Marcó un gol en una jugada colectiva fantástica que finalizó Portu, el mismo que estuvo a punto de fichar por los de Nervión el pasado verano. Logró tres puntos para salir del descenso y volver a meter al Valladolid. Y dejaron claro que, aunque luchan por un objetivo muy distinto del que me esperaban, al menos tienen uno en el que agarrarse.
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