Tenía un amigo en la facultad que, entre partida de mus y partida de mus, acuñó un concepto al que he acudido no pocas veces en mi vida: la euforia de lo insospechado. Con esa actitud, tan positiva como arriesgada, afrontaba sus cuatrimestres. La satisfacción era mucho mayor, decía, cuando uno no esperaba aprobar el examen. Cuando salía con esa sensación de no tener ninguna posibilidad ante el dictamen del bolígrafo rojo. Jugando siempre al límite del precipicio, tambaleándose entre convocatorias, pero con un inusitado porcentaje de éxitos. Y esos éxitos inesperados disparaban su moral para afrontar el siguiente reto académico. Así fue hasta que completó su licenciatura y acabó saliendo de aquella cafetería universitaria con su título bajo el brazo. De manera, sí, absolutamente insospechada. Tanto, que me sigo preguntando cómo lo hizo.
La pasada semana, después de que esta España de Luis Enrique cerrase sobre el césped de Braga su clasificación para la fase final de la UEFA Nations League, me acordé de Fer y de su euforia de lo insospechado. Porque insospechada fue la clasificación tras una trayectoria que invitaba a todo menos al optimismo y porque presentí cierta lógica euforia en el plantel, comenzando por el propio seleccionador. La euforia necesaria para afrontar una cita como la que nos aguarda en Catar dentro de unas semanas.
Y casi podríamos decir que si algo ha caracterizado el devenir del seleccionador asturiano al frente del equipo nacional ha sido, precisamente, la euforia de lo insospechado. Los éxitos, aunque moderados, que nadie se esperaba y que se han alcanzado a duras penas, sin llegar nunca a exhibir una solvencia desmesurada y que nos han llevado a renovar periódicamente la confianza en el plantel.
Hay una circunstancia que no podemos pasar por alto y que debemos de anotar como indiscutible mérito de Luis Enrique: ha sabido dotar de una fortísima personalidad a un equipo compuesto por una inmensa mayoría de futbolistas de esos que ahora denominan de ‘perfil bajo’. Personalidades discretas bajo el manto protector del ímpetu vital de su técnico. Un técnico que ha sabido forjar su identidad a fuerza de resistir. De capear temporales. De saber salir indemne de un apaleamiento continuado y tenaz desde múltiples frentes, desde el mediático al popular.
Quizá los éxitos del equipo nacional no fuesen, en este caso, tan insospechados. Quizá el seleccionador siempre tuvo un plan. Inverosímil e impopular, pero un plan con el que morir. Su plan. Quizá Fer también lo tuvo, desde el primer curso, y la euforia de lo insospechado fue un simple truco de magia para hacernos creer lo que ninguno de sus compañeros seguimos, veinte años después, sin poder explicarnos.
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