Ser entrenador es una profesión como cualquier otra. Ni más, ni menos. Y como tantas otras, puede ser maravillosa o cruel. Horas de dedicación, entrega y pasión. Exposición, juicio y una fecha de caducidad que persigue a cualquiera, sin excepción. Un entrenador pasa de estar endiosado a convertirse en el propio demonio. Porque lo de que al fútbol le cueste hacer uso de la memoria más que un tópico es una realidad.
No sabemos cuándo acabará el ciclo de Luis Enrique en el PSG, pero está claro que, estos momentos, es algo muy lejano. Un club que acabó descubriendo que con el dinero no era suficiente y apostó por el técnico asturiano para que fabricara un equipo que hoy ya es campeón de Europa. Ese deseo que tanto se le resistió. Luis Enrique y su segundo, Rafel Pol, han moldeado este conjunto que, lejos de agrietarse con la salida de sus estrellas más mediáticas y codiciadas, han encontrado discursos y argumentos para hacerse más fuertes desde el colectivo, su exigencia y su manera de ver el fútbol. Un equipo de autor que fluye de manera automática.
La final de la Champions fue la muestra más clara de un PSG que venía avisando. Porque aunque no empezó la competición continental con su mejor versión, acabó arrasando y mostrándose claro candidato a levantar el trofeo. La última cita fue una exhibición parisina, que desnaturalizó al Inter; ese equipo que busca la incomodidad del rival tomó de su propia medicina en un escenario donde jamás se encontró y sufrió el liderazgo de Dembélé, la acertada decisión de incluir a Doué en el once y la danza indescifrable de Vitinha, entre otros.
Cualquier entrenador merece ganar la Champions. No es que Luis Enrique lo merezca más por ser Luis Enrique. Simplemente, se lo ha ganado a pulso construyendo un engranaje perfecto. Y, para qué vamos a engañarnos, cuando algunos han vivido una de las putadas más grandes que te pueden pasar en la vida, de las que te obligan a transformarte y encontrar una nueva versión de ti mismo, sus momentos de felicidad son una satisfacción contagiosa. Porque así nos sentimos todos al ver esa camiseta y su bandera, llena de significado, con esas lágrimas, inevitables. Con esas sonrisas que, en algún otro lugar, estaban aconteciendo. Sabíamos que Xana y Raquel estaban felices. Ellos, habían conseguido aquello por lo que habían trabajado tan duro.