Real Zaragoza. Inevitable echar la vista atrás y recordar aquel gol de Nayim, los tiempos dorados paseando la melena del león por Europa o mirando a la cara a los gigantes a nivel nacional. Evocar a David Villa, Fernando Morientes, Diego Milito o un largo etcétera de futbolistas que forman parte de la gloria blanquilla, pero a su vez de la historia del fútbol de nuestro país. Un campeón de Copa y de Recopa con una etapa esplendorosa en la élite que, cada vez, transmite mayor sensación de lejanía en el tiempo. Muchos crecieron, crecimos, conociendo a un Zaragoza grande, imponente, que imponía cierto respeto en el mundo futbolístico.
Ese león de melena desbocada atraviesa una de las mayores travesías por el desierto que se puedan recordar en un club de tal dimensión. Cumpliendo su octava temporada consecutiva en la categoría de plata, un lugar indeseado e impropio para el zaragocismo. Y lo que es peor, una categoría en la que, cada día que transcurre, su situación económica se agrava. El enfermo empeora su estado de salud y, quizá lo vean exagerado, se acerca a su muerte.
El Real Zaragoza estuvo la temporada pasada, de la mano de Víctor Fernández, de camino al retorno. Pero llegó la pandemia y lo rompió todo. El equipo más en forma de la categoría, llevado en volandas por una afición para la que se acaban los adjetivos, se desvaneció sin ella y terminó derrumbándose en playoff de ascenso. Su destino estaba escrito, el ascenso directo. El COVID-19 se presentó como una especie de enviado del destino para un Zaragoza que parece sumido en una maldición auspiciada por la bruja más macabra.
Y tras ello, con la desolación asolando La Romareda, vacía, sin alma, una temporada que comienza a amenazar la existencia maña. En descenso, con sólo 13 puntos tras 18 jornadas y con el tercer técnico en los banquillos. Tras destituir a Lalo Arantegui como Director Deportivo para nombrar a Torrecilla en su lugar. Tan sólo al Córdoba se le recuerda una salvación en una situación tan devastadora a estas alturas, hace escasas temporadas. Un clavo ardiendo al que agarrarse. Una situación caótica, dramática, en la que el León se encuentra tan débil que su fragilidad es extrema en todos los sentidos. Cualquier golpe lo manda a la lona, un soplido lo puede tumbar. Y esa no es la naturaleza del León. Esta fábula que parece escrita y narrada por un sátiro duende enajenado tiene un final trágico escrito. Uno del que huye una institución y toda una ciudad, unida con el alma a su equipo, al club de su vida. El destino está escrito y el León en apuros. Juan Ignacio Martínez es el nombre, el hombre elegido para cambiar el curso de los acontecimientos, los de una historia que merece final feliz.
Imagen de cabecera: Jorge Guerrero/AFP via Getty Images