Hubo una época de mi vida, no demasiado lejana, en la que mis únicas adquisiciones literarias pasaban por el gran Scott Fitzgerald. Devoré novelas, cuentos, ensayos y creo recordar que incluso algo de teatro. No sé si por las secuelas que aquella época dejó en mi salud o porque la melancolía va en mi naturaleza, lo cierto es que veo algo de personaje fitzgeraldiano en este Madrid de Ancelotti, esa oscura tristeza escondida bajo una apariencia pudiente y esplendorosa. Veremos si, como ellos, nosotros, los madridistas, no acabamos en el hoyo, masacrados por lo que pudo ser y no fue.
Al ver a Kroos, esa máquina alemana siempre robusta y aseada, contestando preguntas insulsas en rueda de prensa con cara de haber perdido al póker y de no recibir una llamada de su amante en dos meses, de pronto comprendí que el Madrid, por naturaleza fanfarrón y altivo, está cerca de convertirse en un Gatsby de orgullo forzado a quien ni todo el oro del mundo parece animar.
No sé en qué punto hemos abandonado nuestra legendaria figura, ésa que al ser exhibida nos hacía creernos invencibles. «Señores, somos el Madrid», solíamos decirnos unos a otros, fanfarrones y optimistas. Sin embargo, yo estuve en Lisboa cuando mis tres acompañantes y, a la vez, hermanos se llevaban las manos a la cabeza con el gol de Godín. «Señores, somos el Madrid», creo recordar que les dije. Me miraron como a un loco, como Dick en «Suave es la Noche». Nadie se creía el discurso.
Pero el tiempo pasa y, como ocurría con Benjamin Button, parece devolvernos la inocencia en lugar de arrebatárnosla. Y ahora creemos (sí, lo creemos) que la lesión de un jugador está por encima del prestigio de un escudo. Y ahora creemos (sí, lo creemos) que el Atlético de Madrid tiene más tablas. Y ahora creemos (sí, lo creemos) que un 0-0 en la ida para resolver en el Bernabéu es un mal resultado. Y así con tantas cosas que un día despreciamos y que hoy nos parecen quimeras. Como si nosotros, los de entonces, ya no pudiéramos volver a ser los mismos.
Observo a la afición madridista cómo se desgana minuto a minuto, como si los cuartos de Champions no tuvieran nada que ver con ella. “¿No te queda ya ningún interés?”, pregunta alguien en “A este lado del paraíso”. “Ya no tengo ninguna virtud que perder”, contesta el aludido. Y mientras Concha Espina espera, impaciente por comprobar si es cierto que todo ha terminado. Y sentimos miedo escénico en lugar de provocarlo. Y el minuto 7 no llega nunca. Y los 89 restantes dejan de ser “molto longos”.
Sin embargo, los personajes de Fitz (también el que se encargó de interpretar en la vida real) nos dejaban pendientes de una frase, de un gesto, de cualquier cosa que les hiciera superar el miedo que han alimentado durante tanto tiempo. En la obra, por fortuna, ese “algo” nunca llegaba.
Yo confío en que el paralelismo acabe aquí. Confío en que aparezca la cabeza de Ramos, el cañón de Cristiano, la magia de Isco, la ceja de Carlo, el guante de Casillas. Y quizás entonces Concha Espina luzca sus mejores galas antes del partido. Y provoquemos miedo escénico en lugar de sufrirlo. Y en el minuto 7 invoquemos al genio de Fuengirola. Y los 89 restantes sean “molto longos”. Y la noche, como aquella de Fitzgerald, siga siendo suave.
Señores, somos el Madrid.