Pep Guardiola no entiende su día a día desde lo banal e insignificante. Necesita un cóctel de pasión, entrega y compromiso. Sabe que así se construyen los éxitos, sobre todo, los que satisfacen a un paladar refinado. Es un catalizador que estimula el crecimiento de sus jugadores y que extrae de la simpleza de una esfera un discurso intrincado. Lo suyo es puramente vocación. Juzgado desde filias y fobias, seguramente esa sea la única realidad que nadie puede negar y que todos pueden admitir.
El extenso currículum vitae del técnico de Santpedor es una cronología de conquistas. 35 títulos. Su perfil se define entre el perfeccionismo y la minuciosidad de alguien que ha escarbado en los entresijos del fútbol para extraer sus propias fórmulas y variantes. Una hoja de servicios rellenada de conocimientos, habilidades y competencias que hablan del portero con juego de pies, el falso 9, el tercer hombre, los laterales invertidos, la posesión, la presión organizada, la salida de balón, el juego combinativo o el intercambio de posiciones que disfraza su juego como algo indetectable, entre otros. Guardiola pasa los veranos untado en crema solar, indagando en las nuevas posibilidades y las modificaciones tácticas que configuran un libreto genuino. Sabe que el sol quema y siempre se protege.
Tras vivir capítulos que fueron escritos con los guiones más descabellados y sufrir frente al Inter, el balompié ha decidido devolverle esta vez un poco de lo que tanto le ha dado. Un bumerán, la retroalimentación. La Champions de Guardiola es justicia poética. Un veredicto honesto, una compensación. Y para Pep, sobre todo, es volver a iniciar una secuencia infinita donde el pase es el intérprete. El fin es el comienzo de algo nuevo, el fútbol y las mentes extraordinarias nunca se detienen.