Cada uno tiene sus filias y sus fobias futbolísticas, sentimientos de idolatría y desprecio que derivan de la pasión que despierta este deporte en los aficionados. Todo aquel que me ha leído alguna vez sabe, porque así lo he manifestado en varias ocasiones, que un servidor siente especial predilección por Antonio Di Natale.
Perteneciente al selecto club de los italianos sureños que son admirados en el norte, el punta del Udinese ha sabido redactar su propia leyenda. Ayer, de hecho, añadió un párrafo más anotando su gol número doscientos en cuatrocientos duelos disputados en la Serie A. Fue una diana con copyright, esculpida desde la nada en apenas dos toques.
Sus cifras, que hubieran firmado sin preguntar cualquier estrella de los llamados equipos grandes, cobran especial relevancia si se tiene en cuenta que ‘Totò’ nunca estuvo rodeado de los mejores. Es más, él ha sido el responsable de llevar hasta límites inimaginables a todos aquellos con los que ha compartido vestuario en Friuli. Una especie de D’Artagnan que da sentido al lema de los mosqueteros, «todos para uno y uno para todos».
Sin virtudes apreciables más allá de la habilidad para hacer siempre lo que debe cuando le toca, este hijo de pintor lo es también de las experiencias acumuladas. Solo así se explica que su producción anotadora comenzara a ser fértil en la senectud balompédica, circunstancia esta que le ha convertido en el delantero con más acierto durante su tercera década de vida.
Di Natale ha sabido madurar, encontrar el placer donde otros comienzan a vislumbrar la frustración. Por eso fueron suficientes las plegarias sinceras de directiva y aficionados para que desterrara de su cabeza la idea del retiro. Sabían que aún quedaba mucho talento en esas piernas y el tiempo les ha dado la razón. Único punta en territorio transalpino, junto con Batistuta, capaz de lograr más de veinte dianas durante cuatro cursos consecutivos; ha vuelto de las tinieblas para situarse por enésima vez entre los capocannonieri del torneo.
A sus treinta y siete otoños, su motivación ahora es seguir cortando cabezas entre los máximos ejecutores de la historia del Calcio. A tiro está la coleta de Baggio y, con un par de años más de producción constante, ventilar el olor a naftalina de Altafini y Meazza. De lograrlo, acabaría su trayectoria en el podio de honor solo por detrás de Totti y Piola.
Pese a ello es probable que su figura se pierda en la penumbra del fútbol metrosexual y los contratos millonarios. Él, que rechazó vestir la camiseta de la Juventus porque sus hijos estaban muy integrados en la anodina Udine y se puso al frente para que nada le faltara a la hermana discapacitada del trágicamente desaparecido Piermario Morosini, es alguien que vino al mundo en la época equivocada. Un período donde la épica y las historias humanas han quedado eclipsadas por los tonos fosforitos de las últimas botas en el mercado, donde el amor a unos colores es entelequia.
Quienes lo admiramos hemos sufrido ese olvido cuando, en cualquier viaje a Italia, hemos buscado en los puestos callejeros una elástica con su nombre y número. Tévez, Pirlo, El Shaarawy, Totti, Palacio, Hamsik… pero nunca Di Natale. Ignorado por los fabricantes, solo la difusión oral de quienes hemos sido sus contemporáneos le impedirá caer en el olvido. Prometo que mis nietos sabrán quién era ‘Toto’.