Se acabó de forma abrupta y mucho
antes de lo previsto el proyecto de la Roma, ese que estaba llamado a ser a
medio plazo el del asalto al Scudetto y el del asentamiento definitivo en la
parte más alta de la tabla de la Serie A y entre la élite continental después
de los tres recientes subcampeonatos con Rudi García y Luciano Spalletti. Con
la salida de Maurizio Sarri y a la espera del resurgir definitivo de los clubes
milaneses que todavía no se ha dado del todo, esta Roma estaba llamada a
consolidarse de verdad como la primera alternativa a la Juventus. Un proyecto
que comenzó a pergeñarse en la primavera de 2017 con la llegada de Monchi, que
estableció sus cimientos poco después con la contratación de un entrenador de
gran proyección y conocedor de la casa como Eusebio Di Francesco y que se
torció de manera definitiva el pasado verano con una defectuosa planificación
deportiva y una extraña configuración de la plantilla que el equipo ha sido
incapaz de superar a lo largo de toda la temporada.
El traspaso de Mohamed Salah al
Liverpool en 2017, que la Roma acusó durante meses pero que finalmente supo
cómo encajar el golpe gracias a la solidez de la estructura a nivel táctico y a
la respuesta y el afianzamiento de Cengiz Ünder por la banda derecha ya mediada
la temporada, se quedó en nada comparada con las consecuencias que trajeron las
salidas de Alisson y especialmente de Radja Nainggolan y de Kevin Strootman el
pasado verano, dos tipos que nunca se iban de los partidos, algo que pocos
miembros de la plantilla giallorossa pueden decir. Ni Patrik Schick
primero, con todo el peso arrastrado de su elevado coste, ni Robin Olsen, ni
Steven N’Zonzi, ni por supuesto Javier Pastore han sido capaces de taponar con
éxito esos agujeros, generando además otros nuevos. Para colmo, salvo la
irrupción quién sabe si histórica de Nicolò Zaniolo, tampoco las jóvenes
promesas (Justin Kluivert, Ante Coric, Lorenzo Pellegrini, Bryan Cristante…),
una de las grandes especialidades de Monchi, ni fichajes anteriores como
Grégoire Defrel o Héctor Herrera han tenido un impacto compensatorio.
Los cambios en el plantel de hace
apenas ocho meses prácticamente obligaron a Di Francesco a tener que cambiar
forzosamente su clásico 4-3-3 vertical y repleto de cadenas de pases laterales
y triangulaciones por los costados que ha marcado su trayectoria en los
banquillos, para poner en práctica la idea imbuida desde la dirección
deportiva, en una nueva concepción muy similar a la última de Monchi en el
Sevilla, con Jorge Sampaoli en el banquillo y con una apuesta muy marcada por
un fútbol más combinativo, dominador y técnico en el centro del campo, con
interiores más asociativos, reposados y talentosos en cuanto a su nivel de
calidad y un mediocentro posicional absolutamente referencial actuando como
epicentro y péndulo. Un plan que tenía en Pastore a su claro abanderado del
cambio de paradigma y a su buque insignia para conectar ambas fases del juego.
Y, sin embargo, el mediapunta argentino ha sido seguramente la gran decepción
no solo de la Roma, sino de la actual Serie A en el presente curso.
La insistencia inicial y
absolutamente lógica en el 4-3-3 habitual de su técnico hizo que la Roma pasara
de ser un equipo potente y temible en transiciones ofensivas, con un sistema de
ayudas bastante enérgico y efectivo cuando perdía el balón, a un equipo
demasiado largo y que hacía aguas defendiéndose hacia atrás, incapaz de
imponerse en contextos de partidos abiertos que eran sus predilectos. Di
Francesco tuvo que probar hasta cinco sistemas diferentes más (4-2-3-1, 3-5-2,
3-4-1-2, 3-4-2-1, 4-4-2 en algunos tramos…) y ha sido una tónica habitual a
lo largo de la campaña los cambios de dibujo en los descansos de los partidos.
Un síntoma evidente de que el técnico pescarese nunca jamás dejó de
intentarlo, pero también de que los problemas de la Roma iban mucho más allá de
lo puramente táctico, y señalaban claras deficiencias estructurales en la
concepción de la plantilla, acuciadas por el bajo o nulo rendimiento de dos o
tres jugadores muy concretos. Un déficit futbolístico, unos problemas
competitivos obvios y una incoherencia entre secretaría e idea principal del
entrenador, fallidamente empecinada o consensuada, que tampoco se corrigió en
invierno.
Di Francesco acabó sin remedio en
los brazos del sobresaliente fútbol de Edin Dzeko y de cómo y cuánto el bosnio
pudiese activar a los extremos con su juego de apoyos y descargas y después, de
lo que rascase el equipo lanzando a Zaniolo al espacio, a quien, al mismo
tiempo, el propio sistema obligaba a venir a pedir el cuero demasiado abajo y
demasiado escorado contra la línea de cal. Sin Strootman y sin Nainggolan, la
Roma perdió empaque y vigor y ha sido incapaz de defender con garantías todo el
ancho del terreno de juego y el espacio entre la espalda de sus interiores
llamados a ser titulares –un llegador puro (Cristante) y un mediapunta de alma
(Pellegrini)– y una
línea de centrales a los que les cuesta defender por velocidad su espalda, una
zona que acabó siendo inabarcable para De Rossi o para un N’Zonzi a quien Di
Francesco nunca supo muy bien cómo rodear ni dónde colocar. Dos perfiles no
especialmente hiperactivos por su fisonomía y por el punto de la carrera en el
que se encuentran.
El innegable éxito de las
semifinales de Champions League alcanzadas la temporada pasada muy posiblemente
confundió el foco y también aumentó sin certezas futbolísticas la expectativa
de un equipo que no tenía en absoluto las hechuras de uno de los cuatro mejores
equipos del continente y que en esa misma campaña había tenido previamente
bastantes problemas para encontrar su forma ideal de competir, hacer olvidar a
Salah y encontrar un segundo socio ofensivo para Dzeko. Esa gestión fallida en
la transición de un equipo que funcionaba con sus limitaciones a otro que se
pasó de ambicioso en su concepción y que fue incapaz poco después de poner en
pie una idea sólida con continuidad pese a la cintura táctica de su entrenador
–la misma que tan bien funcionó muy puntualmente ante el FC Barcelona– es la que se ha llevado por
delante a Di Francesco y a Monchi y, por lo tanto, también al proyecto más
ilusionante a medio y largo plazo que había tenido la Roma últimamente.
Pasiva sin balón, sin una presión
adelantada efectiva, laxa, rígida y falta de fluidez. La Roma de Monchi y de Di
Francesco, a pesar del oasis que supuso su participación en la pasada Champions
League, nunca fue un imperio, aunque aspirara ciertamente a serlo. De ahí la enorme
decepción de su tempranísima caída, de ahí la severa crisis que señala a un
entero proyecto deportivo. La Roma, tan sobredimensionada en su propia
exigencia como club y tantas y tantas veces autodestructiva a lo largo de su
historia y que dejó de saber qué es lo que quería ser, vuelve a verse obligada
a comenzar de cero. El primer requisito de quien asuma el reto después del paso
temporal de Claudio Ranieri en su segunda etapa en el banquillo giallorosso,
tiene que ser sin ninguna duda la valentía. El segundo, la coherencia que le ha
faltado a la etapa que acaba de dejar de existir.
Sevilla. Periodista | #FVCG | Calcio en @SpheraSports | @ug_football | De portero melenudo, defensa leñero, trequartista de clase y delantero canchero
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