Hoy en día, con cinco Balones de Oro bajo su brazo, suena a utopía hablar que hubo una vez, hace muchos años, un equipo donde Leo Messi no era la estrella. Donde era el escudero perfecto de un muchacho un año mayor que él que jugaba por la derecha y relegaba al pequeño Leo a una posición algo más incómoda para él. Hay que remontarse al año 2000, cuando el hoy jugador del Barça tenía 13 años y Gustavo Rodas (Rosario, 16 de enero de 1986) era el líder de su equipo siendo, eso sí, un año mayor que el astro del Barcelona.
Entonces jugaban en las categorías inferiores de Newell’s Old Boys y, por esa pequeña diferencia de edad, no todos los años compartían equipo. Billy, como apodaban a Rodas, era la joya de la corona de la cantera de los leprosos, el jugador diferente, aquel que marcaba la pauta y sobre el que se contaban historietas de qué llegaría a ser y cuántos títulos lograría alcanzar. ¿Pero qué es lo que tiene que pasar en la vida para que uno, llamado a ser el elegido y poseer el trono durante años, acabe jugando en equipos del inframundo, teniendo coqueteos con la mala vida y la delincuencia y el otro, siempre a la sombra, escondido y con un hándicap elevado acabe siendo considerado el mejor jugador de la historia a la par que Maradona?
Cuenta la historia que Rexach firmó el compromiso con Leo Messi en una servilleta por temor a que se fuera a otro club y no tener nada más decente sobre lo que estampar una firma y un vínculo. La leyenda, si bien cierta (hoy la servilleta se exhibe en el museo del Camp Nou), tiene unos pequeños matices pues el club catalán no fue expresamente a Argentina a fichar al 10.
Cuando el FC Barcelona llamó a la puerta del club rosarino buscando una nueva promesa, los directivos ‘escondieron’ a Rodas y le ofrecieron al club catalán la figura de Messi. Y es que la Pulga tenía un serio problema de crecimiento y debía recibir un tratamiento de hormonas tan costoso que el equipo argentino no se podía permitir (unos 1.000 euros al mes) para un crío de apenas 12 años. Así, poniendo a Messi en el escaparate, no solo se quedaban con Rodas, sino que se aseguraban no tener que hacer frente al tratamiento tan caro de Leo y se quitaban un gran peso de encima, aun a sabiendas de que Messi era muy buen jugador, pero no tanto como Rodas. «No hay problema, que se vaya Messi, aquí se queda el mejor: Gustavo Rodas», aseguró el por entonces presidente de Newell’s, Eduardo López.
Hoy, uno es una estrella mundial, el jugador con más trofeos individuales de prestigio de la historia, campeón de innumerables Ligas españolas, de varias Champions y de tantos títulos que no se pueden contar con los dedos de las manos; mientras que el otro juega en el César Vallejo, equipo de la Segunda División de Perú que lucha por el ascenso. Su cabeza y el entorno que le rodeaba formaron una mezcla explosiva perfecta que acabó tirando todo su talento por el retrete ¿Quién sabe si la historia hubiera sido bien distinta de no haber jugado al escondite el día que el club catalán pasó por Argentina?
Rodas debutó con 16 años en Primera División de Argentina defendiendo la camiseta de Newell’s, marcando además en el día de su puesta de largo. Rompió entonces con registros de precocidad siendo el jugador del club más joven en debutar (ahora superado por Ezequiel Ponce) y fue uno de los jugadores con menos edad en debutar en la historia del campeonato al hacerlo con unos meses más de los que tenía Maradona en su época. Lideró a la selección Sub17 de Argentina (con el 10 a la espalda) que se proclamó campeona en el Sudamericano Sub17 en Bolivia en 2003 siendo el jugador estrella del campeonato, un torneo al que Messi no llegó a acudir siquiera.
Pronto acecharon los interesados, como hienas, que se acercaron a él por quién podía llegar a ser y no por quién era. Y acabó desviándose por el mal camino, que en el fútbol sudamericano te corrompe hasta límites insospechados, que deriva en caos, violencia y malas artes. Una vía que incluso le llegó a plantearse la retirada con sólo 16 años, cuando sólo había debutado, para llevar otro estilo de vida, que él admite ahora como destrozada. Quizás para él fue más fácil desviarse por su situación que para otros. Con 13 años sus padres se separaron y él se quedó viviendo solo y haciéndose cargo de todos sus hermanos menores. Y claro, el dinero tenía que salir de algún lado.
«Era un delincuente. Me pegaba con todo el mundo e incluso llegué a manipular un arma. Me faltó poco para robar», admitía el propio Rodas hace unos años, ya más maduro e intentando asentar la cabeza. No obstante, aún sin la mayoría de edad y con unos cuantos episodios oscuros ya en su curriculum, recibió la llamada de la Selección Sub21. Su progreso en el fútbol se estaba haciendo de manera vertiginosa. Pero él tenía otros planes. Conoció a una mujer mayor, se fue con ella y no acudió a la convocatoria con la albiceleste, que decidió no volver a contar con él nunca más ante tal acto de indisciplina.
Ese fue su punto de inflexión, pero para mal. Pensó que todo valía si sabía jugar con la pelota, que el mundo iba a girar en torno a él hasta que quisiera y cuando se dio cuenta, no tenía nada, salvo dos hijos a los que criar con sólo 19 años, además de sus hermanos. Había puesto al fútbol como la última de sus prioridades, se saltó entrenamientos y partidos y se le apagó la llama. Newell’s se cansó de su niño maravilla y con 20 años y habiéndose estancado desde los 18 abandonó la disciplina rosarina. Pasó las dos siguientes temporadas dando bandazos en equipos de la segunda y la tercera categoría del fútbol argentino, donde tampoco cuajó.
Probó fortuna en la liga colombiana, sin éxito. Vio cómo se truncaban innumerables traspasos a distintos puntos del mundo, fue rechazado en multitud de pruebas y le rompieron a última hora un fichaje por un equipo de Venezuela, Carabobo, con quien llegó a entrenar y donde estuvo unas semanas hasta que le dieron puerta. Se marchó al fútbol peruano y tras unos meses en Coronel Bolognesi, acabó sin contrato, entrenando en solitario y buscando una oportunidad que parecía nunca iba a llegar. Tenía 23 años y en sólo tres temporadas le habían desechado de cinco equipos menores. Había pasado de ser la mayor promesa del país, ese por quien Boca y River habían preguntado, a no valer siquiera para jugar en la peor categoría de éste.
Pensó en la retirada. Declaró que el fútbol se había acabado para él y, tras unos meses de inactividad, León de Huanuco, otro equipo de Perú, le reclamó. Allí, de la mano del técnico Franco Navarro dio su mejor versión. Se hizo el premio al Mejor Jugador de la Liga, estuvo a punto de llevar a un equipo mediocre al título y la selección peruana preguntó a la FIFA para nacionalizarle y que jugara para ellos, ya que nunca había llegado a jugar con la absoluta de Argentina. Parecía que Rodas había vuelto por sus fueros. «Me encantaría defender su camiseta. Tengo muchas ganas de ganar cosas con ellos, porque aquí me dieron la oportunidad. Yo estaba a punto de retirarme y aquí en Perú me ayudaron mucho, me hicieron creer en mí». Nunca pudo, pues ni siquiera le concedieron la nacionalidad peruana.
Pero tras una buena temporada, su salida estaba clara porque había vuelto al estrellato. El León se le quedaba pequeño y su caché era tan alto que el propio club no podía retenerle o rechazar las ofertas que llegaban. Llegó a firmar un precontrato con Alianza de Lima, el mejor equipo del país, pero al final se le acabó vendiendo al mejor postor y firmó con una potencia del fútbol sudamericano, el Deportivo Quito, que venía de ganar tres ligas en cuatro años. Y allí, entre compañeros que le miraban con desconfianza por su pasado, volvió a perder su estabilidad, nunca se adaptó y en sólo seis meses se fue a probar suerte al fútbol chino. Tampoco cuajó en Asia y el León de Huanuco le volvió a firmar un contrato. Pero ya no era el mismo que había pasado por allí hacía dos temporadas. Sus ganas de triunfar se habían acabado. Más tarde se fue a Talleres, el equipo contra el que había debutado con sólo 16 años, pero 13 años después, en la Tercera División del fútbol argentino. Un club que, entrado el 2015, decidió prescindir de sus servicios. Billy Rodas trabajó mucho tiempo en solitario, se entrenó buscando nuevas pruebas para firmar por algún club y le llegó la suerte del Wilstermann de Bolivia, donde rayó una temporada a gran nivel.
A inicios de 2017 volvió a su país para jugar en Estudiantes de Río Cuarto, de la Liga Regional, junto a un ya retirado del fútbol profesional Pablo Aimar. Solo llegó a disputar un partido con el equipo argentino, antes de volver a emigrar en busca de lo exótico. Esta vez fue a Japón, pero no a la Primera ni la Segunda División, sino a la Sexta (Regional de Kanto), vistiéndose los colores del Esperanza SC. Tan solo unos meses después, Rodas volvió al fútbol peruano, a jugar en el César Vallejo, donde a día de hoy pelea por el ascenso a la Primera División del fútbol peruano, aquella donde consiguió dar su mejor nivel.
Echa la vista atrás y siente melancolía y muestra agradecimiento, aunque se deja ver triste por lo que pudo ser y no fue, porque Messi es el espejo en el que se mira cada día y no puede evitar pensar que, con las decisiones correctas y las dosis de fortuna necesarias, él podría estar en su lugar. Aunque él es de los pocos que, habiendo coincidido con los dos, no se creía superior a Leo.»Casi siempre jugábamos de titulares juntos, él no era mi suplente, aunque la gente suele decirlo. Pienso que viendo todo aquello, podría haber llegado a jugar mucho mejor, pero es de mayor cuando eso se ve, y Messi es el mejor del mundo», señala y añade: «Mi problema no era en la cancha, sino lo que pasaba fuera. Hacía las cosas muy mal, llevaba mi vida desordenada». Ahora, con 31 años y un físico para nada envidiable, Rodas sigue dando bandazos. Ha jugado en 13 equipos en 15 años como profesional y su problema de indisciplina le ha costado su carrera. Gustavo Rodas, un ejemplo de lo que no hay que hacer. Un espejo en el que mirarse, y no sentirse reflejado.
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