En el fútbol, como en tantos aspectos de la vida, a veces es necesario no sólo tener sino también demostrar. Esto es la Champions, señores, esa competición en la que importa más un gesto que una temporada. Un punterazo en Dortmund. Un tacón gardeliano, melena al viento, en Old Trafford. Un goleada en Baviera. Algo, lo que sea, que haga que Europa sea consciente de que nosotros, los de entonces, seguimos siendo los mismos.
No me importa reconocerlo, yo crecí familiarizado con el miedo a lo italiano. Todavía recuerdo el día en que unos capos nos robaron a Martín Vázquez para llevárselo al Torino. Veníamos de ser humillados por otro equipo transalpino, el Milán, por lo que la fuga de su jugador favorito terminó de infundir en mi padre una ‘italofobia’ galopante. De aquel episodio todavía perviven la imagen de un bigote traidor, los genes que convirtieron a otro jugador más cualitativo que cuantitativo en mi favorito (ave, Gutiérrez) y el miedo a todo lo que me pueda encontrar más allá de los Alpes. El furor momentáneo que trajo consigo ganarle la Séptima a un equipo italiano se fue apagando a medida que Nedved aceleraba la carrera retirando con cada zancada a don Fernando Hierro.
Por eso, cuando el día del sorteo vi aparecer la bolita bianconera, mi padre y yo no pudimos evitar el respingo. Pasé unos días asustado (no me acostumbro a la familiaridad) pero nunca imaginé que aquel temor quedaría en nada comparado con el que sentí durante los noventa minutos del primer partido de la eliminatoria. Juro que, a juzgar por los decibelios, miles de turineses se colaron en mi salón consiguiendo que me volviera cada vez más pequeño (y, conmigo, los jugadores merengues). Cuando sonó el pitido final, suspiré aliviado. Vivo o muerto, pero por fin solo. Mi padre, sin embargo, parecía confiado.
-¿Se puede saber a qué viene esa sonrisa?
Entonces me confesó su secreto: «la Champions se gana con un gesto, un detalle que convierta al amigo en temeroso para dejar de ser temido. Un detalle que consiga que el aficionado crea y se una al equipo. A día de hoy, nos guste o no, nadie cree que el Madrid pueda ser campeón».
Esta reflexión me hizo recapacitar. ¿Realmente creemos en un Madrid campeón?
Mi padre, siempre atento, decidió ilustrar su teoría con una historia real. Al parecer, Aníbal Barca, el día que decidió atacar Roma cruzando primero los Pirineos y después los Alpes, sólo concebía el éxito de su misión si se producía un hecho fundamental: el apoyo incondicional de los galos. Por eso, cuando hubo dejado atrás la cordillera alpina, el general cartaginés observó el vasto terreno todavía por atravesar cuando alguien le transmitió la noticia. Los galos no se unirían a su ejército, habían decidido permanecer fieles a Roma. Esto, lejos de hundir al general africano, le marcaba el camino a seguir. Pocas horas después, el ejercito cartaginés arrasó el primer pueblo que encontraron a su paso. Fue tal la crueldad con la que se emplearon los invasores, que cuando los galos se enteraron de lo ocurrido no dudaron en adherirse a los siervos de Cartago.
Con esta historia de hazañas bárbaras entré en razón. ¿Alguien creía en el Madrid de la Octava antes del tacón de Redondo? ¿Alguien creía en el Madrid de la Décima antes de la goleada en Munich?
El Madrid necesita, urgentemente, un episodio de gloria que le allane, al estilo cartaginés, el camino hasta Roma (o Berlín, qué más da). Por eso, el partido de vuelta en el Bernabéu no puede quedar en un simple marrón del que nos saque el Chícharo. Si queremos creer, la Vieja Señora debe ser arrasada, al estilo púnico.
Decidí coger el camino de la cama. Pero mi padre no dejó pasar la oportunidad de ponerle fin a este artículo:
-Por cierto, los habitantes del poblado que arrasó Aníbal eran llamados “taurinos”. La capital, hoy, es conocida como Turín.