Cualquier atleta que tome parte en una maratón tiene como principal objetivo poder cruzar la línea de meta. A pesar de que sea un corredor experimentado el que participe en pruebas de una elevada exigencia física, los problemas que puedan surgir durante la carrera y el hecho de que nuestro cuerpo pueda responder de diferentes maneras estando expuesto a un importante desgaste, convierten el hecho de poder finalizar los 42,195 kilómetros en una acción de mérito.
Poder acabar con éxito una maratón es el resultado de todo el trabajo y sacrificio que conlleva la preparación de una prueba de tal calibre, cuantiosas horas de entrenamiento que no te aseguran en ningún caso alcanzar la llegada en una carrera de tal dificultad. Centrándonos en el atletismo femenino, en los últimos años hemos sido testigos de varios casos en que las atletas en cuestión han logrado cruzar la línea de meta con evidentes muestras de extenuación, unas llegadas que debido a su dramatismo han aparecido en las páginas de diferentes medios de comunicación.
En julio de 2014, la fondista namibia Beata Naigambo, representando a su país en los Juegos de la Commonwealth, alcanzó los últimos metros de carrera con extremas dificultades para caminar, llegando al extremo de golpearse contra las vallas de protección en un intento desesperado por alcanzar la línea de meta, cayendo desplomada al suelo en el mismo instante en que logró rebasarla.
Poco tiempo después, en febrero de 2015, la atleta keniana Hyvon Ngetich se vio obligada a gatear a lo largo de la recta final de la maratón de Austin (Texas), siendo seguida de cerca por diversos voluntarios de la prueba quienes empujaban una silla de ruedas como remedio más inmediato ante un hipotético abandono de la corredora africana.
En ambos casos la crudeza de las imágenes, las cuales reflejaban a dos deportistas de élite que se encontraban al límite de sus aptitudes físicas, tiene el mismo final. Ambas consiguen cruzar la línea de llegada a pesar de sufrir de manera monstruosa durante los últimos coletazos de la carrera, unos hechos que demuestran la importancia de lograr terminar una maratón aunque sea en último lugar.
Pero si existe un precedente en el que alcanzar la meta se acabó convirtiendo en una auténtica proeza este es el de la corredora suiza Gabrielle Andersen-Schiess. Nacida el 20 de mayo de 1945 en Zurich, Gabrielle pasó su infancia y adolescencia en los Alpes, interesándose ya desde su juventud por el deporte y más concretamente por el atletismo. A la edad de 28 años emigró a la ciudad estadounidense de Idaho, donde se convertiría en instructora de esquí gracias a los conocimientos adquiridos de dicho deporte en su país natal.
Erigiéndose como una gran corredora de fondo, Gabrielle Andersen participó en 1983 en las maratones de California y Minnesota, sumando dos victorias de prestigio que le permitieron afrontar sus primeros juegos olímpicos con 39 años, un bonito colofón a una carrera profesional de mérito. A pesar de disponer de la nacionalidad norteamericana, Gabrielle acudió a las olimpiadas de Los Ángeles 1984 como representante suiza, con la ilusión de competir entre las mejores en la primera maratón femenina que se llevó a cabo en unos juegos, puesto que hasta ese momento tan solo se contemplaba como olímpica la versión masculina de la prueba.
Nuestra protagonista no tuvo en cuenta las altas temperaturas que debería soportar a lo largo de la carrera, aterrizando en Los Ángeles con poco margen de tiempo para aclimatarse a la humedad y el calor de la ciudad californiana. Tomó la salida junto a otras 44 participantes, convencida de que podía realizar un buen papel en el que debía ser unos de los días más felices de su vida, pero las circunstancias quisieron que los últimos kilómetros de la maratón se convirtieran en un auténtico infierno para la atleta suiza.
A mitad de carrera, Gabrielle Andersen-Scheiss no se percató de la existencia de un puesto de agua en el que refrescarse, algo que provocó un terrible deterioro físico en la atleta europea, un contratiempo añadido a la dureza de la prueba y a los problemas físicos que empezaron a aquejar a una maltrecha fondista que sufría lo indecible.
A pesar de la tortura vivida, Gabrielle continuó adelante, siendo consciente de que no volvería a tener la oportunidad de participar en unos juegos olímpicos. La atleta suiza le regaló al mundo uno de los momentos más estremecedores de la historia del deporte al ingresar en un estadio abarrotado con claras dificultades para mantenerse en pie, logrando que miles de personas quedaran en silencio estremecidos ante una situación dramática.
Diversos médicos se acercaron a la corredora, pero esta no aceptó su ayuda, puesto que cualquier tipo de asistencia médica en pista hubiera supuesto su descalificación, un hecho histórico que posteriormente provocó la creación del “Artículo Andersen-Scheiss”, el cual permite a los atletas ser atendidos durante la maratón sin que este hecho suponga su eliminación.
La corredora suiza tardó 5 minutos y 44 segundos en realizar la vuelta al estadio, 400 metros donde Gabrielle realizó la proeza de mantenerse en pie y de cruzar la meta ante la atronadora ovación de un público que puesto en pie no podía creer lo que estaba viendo. No quiso tirar la toalla, apenas podía moverse, pero tras el esfuerzo titánico hecho a lo largo de los 42 kilómetros la llegada estaba demasiado cerca como para no caminar hacia ella.
Durante dos horas la fondista fue atendida en el mismo estadio, donde fue recuperando fuerzas sin que fuera necesario su traslado a un centro hospitalario. A pesar de haberlo hecho en la posición 37, Gabrielle consiguió finalizar la maratón de su vida, una vida que prosigue a día de hoy en Idaho, donde a sus 70 años compagina esquí, senderismo y natación como sus deportes favoritos. La atleta que un día puso en pie a todo un estadio demostró lo importante que es para un corredor poder terminar una carrera, ya que no siempre las proezas se dan batiendo récords o sumando victorias, en ocasiones la proeza es poder alcanzar la meta.
Imagen de cabecera: Imago
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