La Copa América 1919 es uno de los campeonatos más apasionantes de la historia del fútbol. En un principio, el torneo de selecciones más antiguo del mundo iba a disputarse un año antes pero una epidemia de gripe que afectó a todo Brasil y especialmente a Río de Janeiro, por entonces la capital del país, lo impidió. Murieron más de 14.000 personas solo en Río debido a la letalidad de la denominada «gripe española».
Por ese motivo se pospuso un año la tercera edición de la Copa América, la primera que organizaría Brasil y también el primer título oficial de la selección más laureada de todos los tiempos, quien rompería así la hegemonía que quería comenzar a construir la todopoderosa Uruguay, ganadora de los dos primeros trofeos en 1916 y 1917. Héroes y pioneros de la gloria de la verdeamarela -que por entonces todavía jugaba de blanco-, hoy casi olvidados a un siglo de distancia por un fútbol con memoria solamente para unos pocos.
La anfitriona, Uruguay, Argentina y Chile eran los cuatro combinados participantes y se enfrentaban entre ellos a un solo partido en aquella Copa América tan marcada por la muerte (el portero charrúa Roberto Chery fallecería un día después de la final tras sufrir una estrangulación de hernia en una mala caída en el partido ante Chile). La selección que más puntos recolectase sería, por tanto, la ganadora del cetro sudamericano.
Para el torneo, se inauguró el estadio de Laranjeiras -casa de Fluminense hasta su mudanza al Maracaná-, una cancha que sería bautizada con gol por nuestro protagonista en el partido inaugural. La igualdad entre la canarinha y una celeste comandada por Gradín -descendiente de esclavos de Lesoto y que llegó a ser récordman sudamericano en atletismo- y por los hermanos Scarone, fue máxima a lo largo de toda la competición.
Tanto es así que ambos equipos ganaron sus dos primeros partidos a chilenos y argentinos y llegaron al tercero dispuestos a jugarse el título, aunque empataron a dos goles. El desempate, la gran final de la Copa América 1919, se fijaría para tres días más tarde y nadie estaba preparado entonces para lo que iban a vivir, ni siquiera el reglamento, ni siquiera el propio fútbol.
El partido más largo de la historia de las selecciones nacionales iba a tener lugar y sólo él, Arthur Friedenreich, alias «El Tigre», el primer gran ídolo de la selección brasileña, el hombre que más goles ha marcado desde que el fútbol es fútbol, el único jugador de la historia que ha marcado un gol lejos del punto de penalti una vez pasada media hora de prórroga, estaba preparado para la ocasión. Alguien capaz de lo imposible.
Aún faltaba muchísimo tiempo para la invención de las tandas de penaltis como resolución de partidos (fue en el Trofeo Carranza de 1962) y para que el primer gran título de selecciones (Eurocopa 1976) se decidiese por esta vía con el inmortal lanzamiento de Panenka, así que tras finalizar sin goles los dos tiempos reglamentarios de 45 minutos y una prórroga de media hora, comenzó un segundo periodo extra, en cuya primera mitad Friedenreich anotaría el gol único y decisivo de un encuentro que tardó un total de 150 minutos en coronar a Brasil como campeona a nivel de selecciones por primera vez. Un gol que hasta tiene a su nombre un célebre choro titulado ‘Um a Zero’.
Un marco inolvidable el que le dio el destino para nunca ser olvidado, inconscientes ambos de los increíbles, vigentes e inmortales guarismos goleadores que sería capaz de alcanzar después. Hijo de padre alemán y de madre brasileña, ‘Fried’, a quien llamaban también «el mulato de ojos verdes», tuvo una trayectoria dilatadísima de más de un cuarto de siglo en el fútbol nacional, en su mayor parte en las filas del CA Paulistano, donde fue uno de los primeros mestizos en jugar en un club asociado a las élites empresariales de la ciudad y en el que ganó seis Paulistas y fue siete veces el goleador del campeonato, además de ser el máximo artillero en otras dos ediciones con clubes distintos. También jugó para Santos, São Paulo -donde ganó un campeonato más- y Atlético Mineiro en el final de su brillante carrera.
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Una trayectoria legendaria a la que puso fin con 43 años, fruto de su pasional adicción al gol, con el solo lunar de no poder disputar el Mundial de 1930 -al que había sido convocado- debido a la negativa de la Liga de Sao Paulo de ceder a sus jugadores, y que solo interrumpió durante unas cuantas semanas en 1932 para formar parte del ejército paulista, del que llegó a ser teniente, que combatía entonces contra el presidente Getúlio Vargas para exigir el fin de la dictadura del Gobierno Provisional y la creación de una nueva Constitución. Aunque dicha rebelión fue derrotada militarmente tras apenas tres meses, la revuelta propició el inicio del proceso de democratización que derivaría en la aprobación de una nueva carga magna en el país.
Este mulato de ojos verdes fundó el modo brasileño de jugar. Él rompió los manuales ingleses: él, o el diablo que se le metió por la planta del pie. Friedenreich llevó al solemne estadio de los blancos la irreverencia de los muchachos de color café que gozaban disputando una pelota de trapo en los suburbios. Así nació un estilo, abierto a la fantasía, que prefiere el placer al resultado. Desde Friedenreich en adelante, el fútbol brasileño que es de veras brasileño no tiene ángulos rectos, como tampoco lo tienen las montañas de Río de Janeiro ni los edificios de Oscar Niemeyer.
Eduardo Galeano, ‘El fútbol a sol y sombra’
Debido a la época primigenia en términos futbolísticos a la que se acota su figura, los datos de ‘O Rei’ primero y original no son cien por cien precisos, pero todos coinciden en que Friedenreich hizo entre 1200 y 1300 goles en los otros tantos partidos que disputó como futbolista. Unas cifras marcianas que lo convierten en el primer gran ídolo del fútbol brasileño y en el máximo goleador de la historia, con un demoledor promedio de más de un gol por partido, por encima del que ostenta el gran Pelé.
Cuatro décadas antes de que Brasil ganase su primer Mundial y comenzase a escribir con letras de oro su nombre en la historia con Edson Arantes do Nascimento como adalid y solo un lustro después de la creación de la seleçao, hubo un jugador, un goleador voraz como ningún otro ha habido, que imaginó la grandeza inigualable de Brasil en el fútbol mundial.
Arthur Friedenreich, que también ganaría con la canarinha la Copa América de 1922, no siguió los pasos de su padre Oscar como arquitecto de la administración pública -el hombre que se encargó de anotar en una libreta todos y cada uno de los goles de su hijo-, y sin embargo, en el partido entre selecciones más largo de la historia del fútbol, él fue el encargado de poner los cimientos del mito ganador de Brasil. La obra más faraónica que pueda existir.
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