La pasión es el acelerón que pega el corazón tratando de adelantarse a la razón. Es lo que bombea en nuestras venas y hace que la sangre recorra el cuerpo, roja y brillante mientras nos revive, nos pone la piel de gallina y sale en forma de grito a través de la garganta. La pasión por el fútbol además, redobla los latidos, se transforma en llanto y en júbilo. El sentimiento que despierta el juego es lo que une a las personas de diferentes países. El fútbol y el amor por un club unen de manera inexplicable la pasión, la razón, el sufrimiento y la felicidad. Todo en un sólo lote, como una cajita con lazo dónde dentro estallan las carcajadas del niño ante su primer gol, las lágrimas del abuelo cuando tras años ve alzar un trofeo a su equipo.
La pasión es roja, como la sangre, roja como las mejillas del rubor del primer amor, rojo como el sol naciente sobre el mar. La pasión es tradición, es disciplina y es autocrítica, la pasión se entiende como canal de las emociones y de la razón -o no-razón-, y sentir pasión es sentir orgullo de pertenecer a algo mucho más grande que el individuo.
Leidenschaft es la palabra alemana para la pasión, dónde ‘leiden’ significa literalmente sufrir. Sufrir también pertenece a la pasión, sufrir se puede sufrir por muchas cosas, y una de ellas es sufrir por mantenerse arriba. Ese es el sufrimiento del Bayern München.
117 años de historia en el club Rekordmeister de pasión y de orgullo.
Los chavales sonríen entre los demás aficionados, en un tren imparable que lleva al Allianz Arena. Unos con el dorsal de Müller, otros el de Götze, las niñas más pequeñas se cogen los puños de las largas mangas de la camiseta de Neuer. Los chiquillos gritan y corretean, les gusta, les hace felices, llegan al estadio donde miles de corazones se unen para formar una casa. Un hogar definido, rojo y cálido, rojo como la sangre, como la pasión. “Mia San Mia” rezan las bufandas. “Papá, ¿somos del Bayern porque siempre gana?”, pregunta el niño con la inocencia que caracteriza la edad. “No hijo, exactamente por lo contrario, porque nunca pierden”, le responde el padre despeinándole con cariño.
Y así avanza lentamente la procesión al corazón donde los sueños de los niños se hacen realidad. Se abren las puertas, las señoritas se ruborizan, las criaturas preguntan sobre todo y sobre nada, los padres nerviosos cogen a sus retoños en brazos y entran en el templo de la pasión, del rojo de la sangre y el blanco de la nieve. El imponente estadio ante sus ojos se hace cálido en el asiento y miles de voces se alzan al cielo con un único propósito: festejar una victoria de su equipo.
Huele a Bratwurst, a patatas fritas, a cerveza, a césped recién cortado, a aire frío y cortante, huele y sabe a victoria desde el primer paso que se da dentro de sus paredes. El espectáculo es una manera de unir corazón y razón, ya sea con un 3-4-3 o con un 4-2-3-1. La pasión no se encarga de racionalizar los esquemas, los números, eso es cosa de la cabeza, de los analistas, y por eso son los pequeños de la casa los que disfrutan más del fútbol, porque son 100% Leidenschaft.
Ciento quince años lleva el FC Bayern München haciendo sonreír a la gente, siendo el malo y el bueno, siendo la pasión roja como la sangre. Y no se trata de ganar, se trata de sentir, de pertenecer, de tener el corazón a mil cuando Robben marca un gol, pero también cuando Beckenbauer la sacaba desde atrás con elegancia y clase. Se trata de sentir en todos y cada uno de los poros de la piel como la adrenalina corre por las venas y alimenta el cuerpo.
“Soy el malo y eso no tiene nada de malo, Nunca seré bueno, y eso no es malo. No quisiera ser nadie más que yo, porque si puedo hacer sonreír a los niños… ¿qué tan malo puedo ser?”