Cuenta la historia que Don Quijote, mientras yacía moribundo sobre su cama, pronunció en su postrer discurso las palabras que resumirían la obra de una manera más nítida: «Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno». Poco después moriría. Con esto, Cervantes nos viene a decir que solo desde la locura se podía explicar la existencia del Quijote.
Para la triste y decadente sociedad española del siglo XVII, la obra resultó un soplo de aire fresco. En un mundo gobernado por la miseria, los pícaros, el hambre y la muerte, conocer a la historia de un tipo que se salía de la norma, por muy políticamente incorrecto que resultara, inyectó en los lectores una forma mucho más ilusionante de ver la realidad.
Algo parecido me ocurre a mí con Karim Benzema.
Aunque comparar a Karim con don Alonso Quijano es poco menos que una quijotada, sí puedo buscar el símil en el hecho de que ambos aparecen como la excepción a la regla, como una manera novedosa de saltarse lo establecido. En un mundo, éste del fútbol, dominado por los porcentajes y las cifras, encontrar a un delantero capaz de levantar del asiento al espectador promediando apenas veinte goles por temporada es, cuanto menos, un milagro.
Por eso, cuando los compañeros del francés deambulan por el terreno de juego con los ojos inyectados en sangre buscando ese gol que les acerque un poco más al premio individual de turno y, por ende, al siguiente cero de la cuenta bancaria, me parece hasta poético comprobar que hay un tipo que apenas se inmuta cuando medio estadio le silba. Y es entonces cuando, no sé si de manera inconsciente, se crece y, como si de jugar con molinos y gigantes se tratara, realiza ese control que a todos encandila.
– Ya sabía yo que aparecería- murmura entre aplausos el mismo que segundos antes lo mataba.
Pude comprobarlo, sin ir más lejos, en el último partido de Champions entre el Real Madrid y el Basilea. Acudí al Bernabéu sin demasiadas ganas de ver al poco conocido equipo suizo. Pero en la segunda parte, el asunto se anima y, con el Madrid goleando por 4-1, el público parece necesitar sangre y decide pitar al ínclito delantero galo. El estadio reclama que su delantero centro no puede irse de vacío frente a un botín facilón y suculento.
El aludido nos mira tranquilo. No sé si llamarlo falta de adaptación o exceso de adaptación, pues parece conocer demasiado al volátil público del Bernabéu. En la siguiente jugada, recibe de Cristiano un balón de espaldas en una posición en la que más de uno de esos delanteros que tanto gustan al respetable se habría perdido. Sin inmutarse, le devuelve el balón al portugués con un toque de mediapunta. Los que pitan, ahora temen. Cristiano le devuelve el balón defectuosamente pero un control sublime del fránces apaga los murmullos escuchados minutos atrás, la sonrisa de los centrales y, por supuesto, el mal pase del portugués. Con el balón dormido, ahora solo tiene que mecerlo y ametrallar, ambas acciones con esa pierna izquierda que a muchos rematadores estorba más allá del área. Con la misma fuerza que la espada del Quijote «deshacía entuertos», el misil galo se cuela por la escuadra suiza.
– Ya sabía yo que aparecería- murmura el de siempre.
Mientras, Benzema, como nuestro héroe de la Mancha, prefiere seguir disfrutando el tiempo que pueda de aquello que le diferencia del resto.
Llámenlo locura, si así gustan.
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